Wednesday, October 31, 2007

Para entender el México de Hoy (Parte 7)

CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO

(Parte VII)

Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Podríamos resumir el periodo independentista de México (1810-1821) como el resultado del traslado de las contradicciones habidas en España entre los poderes establecidos; de un lado, las reformas borbónicas de Carlos III (ocurridas hacía menos de cincuenta años antes), y del otro, la nobleza y el clero.

Carlos III fue el reformista del Despotismo Ilustrado: redujo los poderes de la nobleza, pero como la burguesía de Cádiz no se había desarrollado (ya habíamos señalado que muchos comerciantes sólo hacían de intermediarios a favor de intereses de la burguesía inglesa, que ya se encontraba en un estadio más alto), no pudo evitar –además murió un año antes de la revolución francesa- que España volviera a sumergirse bajo las olas del pasado. La nobleza y el clero no recibieron con agrado las reformas de aquél y provocaron un motín –“Motín de Esquilache”-; habiéndose achacado su autoría a los jesuitas –muy poderosos económicamente-, razón por la que se les expulsó de España y decomisaron sus propiedades.

Muerto el rey, su heredero Carlos IV (que lo sucedió de 1788 a 1808) dio un nuevo viraje hacia el conservadurismo ante el temor de la posible influencia de la revolución francesa. Disolvió las cortes (congreso) y devolvió algunos privilegios a la nobleza y el clero. Sin embargo, a la llegada invasora de Napoleón Bonaparte, fue obligado a dimitir. Su ministro universal, Manuel Godoy, favorito de militar francés, toma el poder y amortiza los bienes de la iglesia.

Un levantamiento popular apresa a Godoy y devuelve el poder a Carlos, quien abdica a favor de su hijo Fernando. Napoleón presiona a Fernando, quien regresa el poder a su padre solo para éste que se lo dé a José, hermano de Napoleón, quien reina de 1808 a 1813. Las Cortes de Cádiz, en 1812 (a las que fueron invitados delegados mexicanos), reconocieron a Fernando (no obstante haber luchado contra su propio padre, por lo que recibió el apelativo de “Rey Felón”), como parte del encono contra Napoleón quien fue derrotado en Rusia en 1813. Carlos permaneció preso de Napoleón hasta 1814, cuando se verifica la derrota final de Napoleón Así que regresa Fernando VII, quien, para no perder el poder, mantuvo a su padre desterrado.

[N.B.: En estas condiciones fue que se abrió el resquicio para el primer intento independentista -en 1810- en la Nueva España; el de los marginados, cuando el padre Hidalgo grita: “¡Vamos a coger gachupines!”].

Sin embargo, regresa Fernando y repudia las cortes, vuelve al absolutismo, persigue a los liberales (1814-1820), lo cual se refleja de idéntica manera en las colonias. Una serie de sublevaciones lo hizo jurar la constitución al llegar el trienio liberal (1820-1823), fechas entre las cuales se consuma la independencia mexicana, lo cual no es casual, como ya dijimos: México resulta ser el último reducto de los privilegios que la nobleza y el clero españoles han perdido en Europa. Privilegios, posesiones y poder político que pretenden eternizar en las tierras americanas. No obstante, ironías de la historia, serán sus hijos legítimos (los criollos) quienes saquen el mejor partido con lo cual empieza la larga disputa de éstos con los otros hijos -los desheredados, los bastardos: los mestizos- por la herencia largamente esperada.

Un rápido resumen, desde la promulgación de la independencia al fin del efímero primer Imperio:

El designado último virrey de la nueva España, O’Donojú, pacta con Iturbide el Tratado de Córdoba (24 de agosto de 1821), por el cual se reconoce la independencia de México. Los principales artículos indican:

Esta América se reconocerá por nación soberana e independiente y se llamará en lo sucesivo Imperio Mexicano.

El gobierno será monárquico constitucional moderado. Y será llamado a gobernar Fernando VII; si no aceptara, sus hijos Carlos, Francisco de Paula y Carlos Luis (en ese orden) o quien designase, en última instancia, el Congreso.

Habrá una Junta Provisional Gubernativa, la que nombraría una regencia.

Así, el Ejército Trigarante entra en la Ciudad de México el 27 de septiembre y al día siguiente se redacta el Acta de Independencia.

Se nombra una regencia de la que O’Donojú e Iturbide forman parte; la presidencia se encarga a éste último.

El primero muere el 8 de octubre y lo sustituye el obispo de Puebla, quien a su vez es sustituido por el doctor Miguel Guridi y Alcocer miembro, también, del clero.

Se instituyen 5 capitanías y sus responsables militares, uno de ellos es Vicente Guerrero.

Iturbide es nombrado Generalísimo de Mar y Tierra, con un sueldo de 120 mil pesos anuales; con un capital personal de 1 millón de pesos, un terreno de 20 leguas en Texas y es nombrado Alteza Serenísima.

Se instituyen tres partidos.
-Borbonista.- Que pretendía que un príncipe de la Casa Real de España gobernara a la nueva nación.

-Republicano.- Que quería que en todo acto de gobierno se privilegiara a la Nación.

-Iturbidista.- Deseaba que se ungiera al caudillo como emperador.

Iturbide sostenía que en la junta había traidores. El 3 de febrero de 1822, los republicanos responden haciendo que el congreso expulse a los iturbidistas y los sustituye con el Conde Heras, Nicolás Bravo y por el doctor Guridi y Alcocer; así, Iturbide queda enfrentado a la mayoría de los legisladores y a otros miembros de la Regencia.

En mayo de 1822, las Cortes de España desconocen el tratado de Córdoba. Republicanos y Borbonistas se hacen a la tarea de despojar a Iturbide del mando del ejército; pero el 18 de mayo, en la Plaza del Salto del Agua, muy cercana al corazón de la capital, el Regimiento de Caballería No. 1 de San Hipólito, con un incondicional de aquél a la cabeza, dirige una manifestación cuya demanda es que Iturbide sea declarado Emperador.

Al día siguiente, el mariscal de campo Anastasio Bustamante y el brigadier Joaquín Parres presentan la propuesta al Congreso y Valentín Gómez Farías, con otros 46 diputados, aduce que si las Cortes de España se niegan a reconocer Tratado de Córdoba (y por ende la Independencia) el siguiente paso es (de acuerdo al Artículo 2 del Tratado) cumplir con el Artículo 3: nombrar Emperador a Iturbide, lo que –como dijimos- sucedió.

Mantener una corte tan lujosa (4 millones de pesos) produjo una bancarrota sin precedente; así que se acuñó moneda en demasía y se aplicó un impuesto de cuatro reales por cada individuo de entre 14 y 60 años, hombres y mujeres por igual. Los diputados que habían sido apresados fueron recobrando su libertad y se creó un frente común de republicanos y borbonistas contra Iturbide.

Los mexicanos atacaban el castillo de San Juan de Ulúa, en las costas del Golfo de México (último bastión español). El general Echávarri lo rechazó; pero habiéndose dado cuenta de que el general Antonio López de Santa Anna se beneficiaba de su puesto y de su influencia mediante los que cometía toda clase de abusos y corruptelas, lo puso en evidencia ante Iturbide. Éste, viaja a Veracruz y le pide a Santa Anna que regrese a México; pero el general no lo hace y convence a Echávarri de aliársele en insurrección y exigir, mediante el Plan de Casa Mata, la restitución del Congreso (1 de febrero de 1823). El 19 de marzo Agustín I abdica, pues el ejército está en su contra.

El 31 de marzo entrega el poder a un nuevo ejecutivo compuesto por Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Pedro Celestino Negrete, y parte al destierro.

Ahora veamos la Independencia desde otro punto.

Al final de la Colonia -refiere Lucas Alamán, connotado intelectual de filiación conservadora y administrador de los bienes del Marquesado del Valle de Oaxaca que perteneció a los herederos de Hernán Cortés, mismos que, a partir de la cuarta generación, radicaron en el extranjero- el clero poseía el 50% de la riqueza (entre tierras y bienes) de México. No más ni menos que la mitad de la riqueza en un país donde la gran mayoría de habitantes, como ya hemos dicho, vivía en la pobreza más degradante –“…una masa de léperos semidesnudos sin oficio ni beneficio”, según narran las crónicas de entonces-; y, por añadidura, en la ignorancia: 98% de la población era analfabeta.

El arzobispo, del cual eran sabidas sus ligas y simpatías con los realistas, tan sólo esperó a oficiar el Tedeum en honor de Iturbide y partió para España, pero sin renunciar a su cargo. Varios de los obispos tomaron la misma senda; por añadidura, al fin y al cabo gerontocracia, otros más murieron en los primeros años del México independiente.

La situación en la jerarquía católica se llenó de indefiniciones. Como España no reconocía a la nueva nación, el Vaticano tampoco, por lo que el nombramiento del arzobispo y nuevos obispos se vio frenado. Y más allá del aspecto organizacional religioso, una crisis en sí, trajo consigo un problema que alcanzó al propio Estado y que en los años siguientes definiría el rumbo histórico del país: ¿qué sucedería con el Real Patronato Indiano?

El Patronato, o derecho de investidura, es la facultad otorgada a un benefactor que le da derecho de nombrar a quiénes corresponde ocupar las posiciones eclesiásticas en las iglesias a las que ha proveído de tierras, edificios y rentas. Tal atribución fue concedida por el papa Alejandro VI (de la familia Borgia) a la corona de Castilla, a la que se le otorgó administrar los bienes e ingresos de la iglesia en las tierras americanas bajo su jurisdicción. Su sucesor, el papa Julio II, afirmó el derecho de la corona española en la bula de 1508.

Al momento de la independencia, el Patronato comprendía una amplia serie de prerrogativas: administración de bienes, diezmos, investiduras, lo referente a obras piadosas, claustros, colegios y hospitales. Así que la junta de gobierno -en 1821, al caer el poder virreinal- reclamó para sí el control del Patronato. Reflexionaba: si era una gracia que había sido concedida a la Corona, ahora -en el México independiente- debía corresponder al gobierno. Del otro lado, la alta jerarquía católica se opuso a tal razonamiento con otro: si había sido concedido a los reyes católicos y estos lo habían cedido a su real descendencia, con la Independencia cesaba la prerrogativa, se extinguía, y correspondía –en esa virtud- recaer en el arzobispado mexicano.

A la caída de Iturbide, en 1823, primer triunfo del mestizaje liberal republicano advenido gobierno, el Congreso planteó la factibilidad de solicitar a Roma su intercesión en el conflicto. Se enfrentaron las posiciones de los diputados Mier –que defendía la postura del gobierno- y Guridi y Alcocer –desde las convicciones de la curia diocesana- (ambos clérigos). El primero rechazó la injerencia de Roma en asuntos que competían a la soberanía mexicana.

Así, de un bando: ¿cómo iba a concebirse que la iglesia mexicana continuara dentro del ámbito del catolicismo sin establecer relaciones con el Vaticano?; hubo quien esgrimiera la necesidad de crear una Iglesia nacional. Y del otro: ¿cómo podría ser posible que “la nación más devota y misericordiosa del orbe” (como proclamó el criollaje, ansioso de reconocimiento, durante la Colonia) se acercara –en esa virtud- a una situación cismática de rompimiento con la Santa Sede?

En tanto, para no entrar en conflicto con España que –recuérdese- no había reconocido la independencia de México, el papa ni siquiera recibía a los dignatarios de la iglesia mexicana.

En los congresos estatales se dirimía la controversia con la misma divergencia de opiniones. Y con ello, se delineaban las inmediatas pugnas entre centralistas y federalistas: golpes de Estado, arribo al dominio político de un personaje tan pintoresco como nefasto –el ya mencionado Antonio López de Santa Anna- que una mañana se despertaba siendo centralista y otra federalista; otra, anticlerical y, a la siguiente, defensor de la iglesia; otras más –entre fiestas, resacas y peleas de gallos-, combatía insurrecciones, las planeaba él mismo; una noche actuaba como defensor de la soberanía nacional y, las posteriores, como traidor. Un verdadero adalid de la “chicanada”.

Mientras los mexicanos debatían asuntos de índole religiosa (en sí, económica) como cuestiones de Estado (como si El Corzo nunca hubiera puesto pié sobre la faz de la Tierra), las colonias anglosajonas –ávidas de tierras para el cultivo de algodón para su industria textil, cultura desarrollada desde donde provenían- se iban apoderando, subrepticiamente, de Tejas (Texas) gracias a acuerdos que les daban derechos de colonización que databan desde los últimos tiempos de la Colonia y revalidados por el gobierno independiente bajo criterios que en el México de hoy vuelven a sonar conocidos (modernización, atracción de inversiones extranjeras para el desarrollo, adquisición de nueva tecnología y otras que se resumen en una sola: entrega de los bienes nacionales a las grandes potencias y que llevan, irremediablemente, a la pérdida de la soberanía).

Después de unos años de luchas intestinas (en las cuales el clero fue algo más que un simple espectador), asonadas, regreso y fusilamiento de Iturbide y asesinato de Guerrero (quien llegó a la presidencia en 1829 y, en el encargo, rechazó la “oferta” norteamericana de vender Tejas), Santa Anna se convierte en el hombre fuerte de México. Arriba a la presidencia en 1833 y en 1836 deja el poder para combatir la insurrección tejana, a la que derrota con lujo de crueldad en el Álamo. Al poco, en San Jacinto, es derrotado y hecho prisionero, por lo que, para salvar la vida, pacta una independencia que no es reconocida por el congreso mexicano y, en cambio, sí por los norteamericanos, quienes liberan al caudillo.

En México subsiste la anarquía: la cuestión del Patronato, las luchas intestinas, la bancarrota del gobierno (menos de una década antes, se había expulsado a los españoles, quienes eran dueños de grandes capitales), las deudas con el extranjero; por todo ello, no estaban en condiciones de armar a un ejército para recuperar los territorios. El clero era el único sector que contaba con dinero y riquezas; pero no mostraba ninguna intención de contribuir a la causa.

Por ello adquiere relevancia la cuestión del Patronato y las reformas –similares a las aplicadas por Godoy en España al momento de la invasión napoleónica- que llevó a cabo el vicepresidente Valentín Gómez Farías cuando el presidente Santa Anna se retiraba de su puesto. Tales reformas eran derogadas por el presidente, a su regreso, para congraciarse con el clero.

Valentín Gómez Farías y Santa Anna conformaron varias veces una dupla de gobierno con intereses totalmente diversos. El primero formaba parte del criollaje ilustrado que toma partido por la causa liberal del mestizaje. Santa Anna se servía de criollos, mestizos y clero sólo para sus propios intereses: el poder desde el oportunismo y la “chicanada” que reparte beneficios entre sus incondicionales.

Parece ser que esta es la escuela sobre la que se ha cimentado el sistema político mexicano desde entonces a nuestros días.

Monday, October 15, 2007

Para entender el México de Hoy (Parte 6)

CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO


(Parte VI)

Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Recapitulando:

Mientras que, apenas, algo más de veinte años una revolución en Francia había posibilitado la asunción de la clase emergente (la burguesía) como contrapeso y hasta en detrimento del clero y de la nobleza feudal, en México tenía lugar el triunfo de lo anacrónico.

Los españoles residentes en México, los criollos y el clero, (señores del dinero, del comercio y terratenientes) afianzaban su predominio en el acto de independencia otorgando –otorgándose- tres garantías básicas como miembros de una nueva nación:

1.- Unión de todos los mexicanos; con lo que se debe entender, dado la abrupta polarización social, la de españoles europeos y americanos.

2.- Religión Católica como religión de estado, quedando prohibido el ejercicio de cualquier otra; de esta forma se aseguraba su poder político y sus propiedades.

3.- Independencia; lo que les permitiría liberarse del control que España ejercía sobre sus actividades mercantiles, financieras, etc. Les significaba desprenderse de la dependencia económica y abatir el monopolio de la metrópoli.

Y cada garantía quedó simbolizada en los colores de la enseña nacional.

Poco más adelante, cuando un afán chovinista disfrazado de “reclamo popular” encabezado por el criollaje en contra de los borbonistas (en su mayoría españoles avecindados que demandaban que México fuera gobernado por Fernando VII, rey que abdicaba y era reinstaurado una y otra vez en España por esos años) pide a Iturbide asumir el Imperio Mexicano y éste “acepta”, se erige una ridícula corte pletórica de lujos y blasones fabricados para gobernar a un pueblo miserable, harapiento, descalzo, hambriento e ignorante. Entonces, la bandera nacional da cabida a un águila coronada, símbolo de la aristocracia mexicana; y su sitio no puede ser más emblemático: en la franja blanca, que representa a la religión Católica. Nobleza y clero hermanados. Por aquí no transcurre el tiempo.

He aquí el juramento de Agustín I:

“Agustín, por la Divina Providencia, y por nombramiento del Congreso de representantes de la Nación, Emperador de México, juro por Dios y los Santos Evangelios que defenderé y conservaré la religión Católica, Apostólica y Romana, sin permitir otra alguna en el Imperio; que guardaré y haré guardar l constitución que formare dicho congreso, y entre tanto la española en la parte que está vigente y asimismo las leyes, órdenes y decretos...”

El discurso denota el orden de prioridades; tal era el poder de la Iglesia en México al nacer como nación independiente mientras que en otros lares la correlación de fuerzas se desplazaba hacia el dominio de la civilidad y del laicismo.

El pasado levanta sus murallas imperiales contra los pertinaces arietes del presente. La Idea se atrinchera contra la materialidad. A fin de cuentas, y echando mano de términos filosóficos, se intenta detener lo necesario con el endeble argumento de lo contingente.

Y tal el sino que marca la historia de la, otrora, Nueva España.

Las inercias de este enfrentamiento retumban en las paredes del México de hoy merced a que la contradicción original de clase entre criollos (monárquicos y poseedores de riquezas) y mestizos (republicanos y sin patrimonio) –con los indígenas como silenciosos espectadores o utilizados por ambos bandos como “carne de cañón”- no ha sido resuelta.

Contradicción de clase marcada por una infame carga de discriminación racial: el hombre blanco versus el moreno –llamado, despectivamente, prieto- y, ambos, que se sitúan en un plano superior a “la indiada”; situación que prevalece hasta nuestros días.

Contradicción –antagónica- que empapa la historia de México desde las postrimerías de la Colonia hasta el presente; literalmente, hasta el día de hoy; y ha ocurrido así porque, en el transcurrir de algo más de dos siglos, sólo se han invertido las polaridades en periodos bien definidos: uno en el siglo XIX, otro en el sigo XX (momentos que habremos de tocar en su oportunidad) y otro que se consolida en el año 2000 con el ascenso al poder del Partido Acción Nacional (PAN) –partido de derecha, conservador y católico- que logra la continuidad en el año 2006 a partir de un proceso electoral plagado de irregularidades (intervención del presidente entonces en funciones –a quien, por cierto, hoy la oposición pide enjuiciar por enriquecimiento ilícito-, del empresariado parasitario y presunción de fraude electoral) para cerrar el camino al candidato de la izquierda, a quien –previamente- se había desaforado como Jefe de Gobierno –símil de alcalde- de la capital de la República mediante la manipulación de un asunto nimio: haber expropiado un terreno para abrir una vía de acceso, una calle, a un hospital

El gobierno del actual presidente panista elegido por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, dado que las urnas no lo legitimaron, pues el Instituto Federal Electoral y el mismo Tribunal declinaron hacer una revisión exhaustiva –voto por voto- del proceso, saca a los militares de sus cuarteles para otorgarles funciones policiales, trata de criminalizar la disidencia, cubre una nueva cuota de presos políticos e incurre en violaciones a los derechos humanos (bien documentadas por organismos internacionales), a la vez que ignora las recomendaciones de Amnistía Internacional. Un gobierno que pretende vender al mejor postor la industria petrolera (patrimonio nacional merced al cual la economía del país –a partir de la expropiación de manos extranjeras en 1938- tornó al país de agrario a industrial; esto es, arribó al capitalismo como modo de producción dominante; un capitalismo que en pocos años se evidenciaría sui generis: un capitalismo monopolista de Estado, “la preparación más completa antes del socialismo” -Lenin dixit-; pero de ello hablaremos más adelante). Un gobierno que incrementa el gasto corriente federal (la nómina de los barones de la alta burocracia panista) mientras que los salarios de los trabajadores quedan por debajo de los índices de inflación y se encarecen los satisfactores alimentarios básicos.

Por otra parte, hoy el alto clero católico (el que viste de púrpura, y a cuyo representante máximo hoy se le sigue juicio en Estados Unidos por presunto encubrimiento a un sacerdote pederasta) levanta la voz exigiendo “libertad religiosa efectiva”. ¿Qué significa eso? En México no se persigue a quien profesa esa, ni ninguna otra fe: aproximadamente el 80 % de la población es católica. Lo que pretende la alta jerarquía eclesiástica, sus abogados y prestanombres, es participar en política y que la educación oficial –actualmente, laica y gratuita, gracias a largas y sangrientas luchas desde 1857- contemple la enseñanza y práctica del catecismo.

El criollaje, con toda su avidez de privilegios mundanos y mojigatería seudo cristiana, está de vuelta.

Habrá quien insinúe que hablar de criollos y mestizos no corresponde a la realidad actual. En tal caso, tendríamos que insistir en que origen es devenir. O abusando de las repeticiones: herencia es destino. Alguien podría aducir que en tantos años transcurridos la mezcolanza racial se ha diversificado. En tal supuesto, tendríamos que creer que –como en el cuento de La Cenicienta- los príncipes desposan a las plebeyas; o que los sastrecillos valientes, aunque pobres, se casan y viven eternamente felices con miembros de la realeza; o dar por cierta toda esa cursilería ramplona que se representa en las telenovelas (o teleteatros) en que los señoritos se enamoran perdida y apasionadamente de la servidumbre y forman hogares en donde reina la rubia dicha con ojos azules. Pero todo ello no se apega a lo que ocurre en el mundo de lo concreto, es fantasía. Y, a riesgo de ser reiterativo (lo que, a mi juicio, no sobra), no he estado hablando de razas, sino de clases sociales desde su perspectiva histórica.

Regresemos al punto en el cual nos habíamos quedado antes del enfoque de la contradicción de clase –que consideramos antagónica- en el México de hoy. Consiéntaseme, por tanto, una digresión a propósito de lo necesario y lo contingente.

¿Qué significa contingente? Para algunos filósofos que afirman basarse en Aristóteles, que el ser de las cosas que percibimos mediante la experiencia, aunque existan, bien podrían no existir; no es necesaria su existencia (como se dice comúnmente: el mundo no se perdería de gran cosa; juicio que traería implícito un primer error: el mundo también podría ser –y de hecho lo es, para esa forma de pensamiento- contingente). Pero la innumerable suma de existencias contingentes supondría la de un ser necesario que les diera origen y forma (sentido, finalidad: “telos”); un ser inmarcesible, fuera del tiempo y del espacio –categorías, indiscutiblemente, aristotélicas- despojado de materialidad que aquellos filósofos interpretan como la Idea suprema: Dios. Tal teoría, que en primera instancia se antojaría más cercana a Platón que a Aristóteles, constituye para ellos la prueba irrefutable de la existencia de Dios.

Sin embargo, como dice Marx, no hace falta más que voltearla y ponerla de pié para hallar en ella la semilla de racionalidad. El hecho de que este autor esté aquí, sentado ante la computadora -escribiendo para usted, estimado lector- obedece a una necesidad: nuestra existencia, tanto la suya como la mía, no surge de la nada ni del platoniano topos uranos; es resultado de largos procesos históricos que se pierden en el tiempo y en el espacio en ambos sentidos –nuestra ascendencia, que de acuerdo con Darwin se extiende hasta lo infrahumano (hasta la animalidad), y nuestra descendencia-; procesos que, por fuerza, también están regidos por la necesidad de lo concreto. Y… “Lo concreto es concreto –volviendo a Marx- porque es la síntesis de muchas determinaciones, es decir, unidad de lo diverso”.

¿Dónde cabe, entonces, lo contingente de la existencia de cada uno de nosotros, de las cosas y, aun, del mundo?, que, como sabemos, también es resultado de procesos, todavía hoy inconmensurables, de desarrollo del universo.

En la próxima entrega iniciaremos con el periodo post independentista. Hasta entonces.

Wednesday, October 10, 2007

Para entender el México de Hoy (Parte 5)

CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO


(Parte V)

Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Para finales del siglo XVI, la población blanca (españoles y criollos) sumaba el 0.86 % de la población; la mestiza, 0.71 %; el resto, 98.43 %, eran indígenas. Sin embargo, en el primer considerando, ser blanco no significaba ser partícipe de las riquezas de la América (ya hemos dicho que la gran mayoría de los españoles que llegaron con los capitanes que comandaron la conquista sólo vinieron a reproducir los mismos pobres esquemas de vida que acostumbraban en Europa –herreros, carpinteros, etcétera-, lo cual derivó en que su descendencia alimentara el mundo de la diversidad de castas: el mestizaje como característica de clase, repito, no racial).

De otra parte, la estructura de la economía española obligaba a que la forma de apropiación y distribución de la riqueza se moviera en sentido diametralmente opuesto a la composición poblacional ya que las colonias de ultramar eran consideradas por España como organismos complementarios: debían suministrar a la metrópoli bienes de los que esta carecía y, además, se les prohibía adquirir satisfactores de otras partes así como producirlos internamente.

Las anteriores cifras y la consideración del párrafo anterior pondrán de manifiesto la condición dependiente de la economía americana y sus repercusiones en lo interno: la abrupta polarización social; la separación entre “quienes todo lo tienen y los que nada tienen”, como dijera siglos después el mencionado Manuel Abad y Queipo. Un puñado de españoles y sus hijos eran dueños absolutos de las vidas y los destinos de más del 99% de la población.

En un modo de producción basado en la agricultura en tierras de temporal (en el altiplano mexicano no hay grandes ríos) y con un mercado tan reducido (sólo los españoles tenían poder de compra) los únicos consumidores de cereales eran los españoles, criollos y mestizos de las pequeñas ciudades, los trabajadores de las minas, las bestias de carga y las de tiro. Los indígenas no entraban en ese mercado, pues su subsistencia dependía de las tierras comunales. De manera que la única forma de hacer crecer la economía era la acumulación de tierras. Así comenzó a proliferar la forma de propiedad de grandes extensiones que permitía la diversificación de cultivos (de tierra fría y de caliente), disponer de terrenos donde obtener leña y carbón, tierras de pastoreo. La ley del blanco se encargó de desplazar a los indígenas a las ciudades (en calidad de servidumbre, pedigüeños, mendigos o bazofia social) o de absorberlos y sujetarlos como peones al apropiarse de sus tierras. De esta forma se forjaron las grandes haciendas; en sí, un paralelo de los feudos europeos: el hacendismo sería un sistema que vería su desplome hasta después de la primera década del siglo XX.

[NB: hay algunos autores que tratan de hacer de este fenómeno una especie de acumulación originaria del capital en la Nueva España; pero la sociedad novohispana no tenía aún la forma de recibir a los desplazados del campo en calidad de obreros puesto que España, como medida proteccionista, prohibía el desarrollo de las manufacturas en América, lo que de suyo impedía el desarrollo de una economía de mercado, y mano de obra libre, de carácter industrial in situ. Aún más: ni la misma España se encontraba en un estadio precapitalista, pues muchos de los grandes “comerciantes” sevillanos en buena medida eran tan sólo representantes de intereses mercantiles de Inglaterra y Francia, naciones con las que la Nueva España tenía prohibido comerciar. En todo caso, la creación de mercados en América respondía al desarrollo económico de la metrópoli más que al interno. Además, como hemos señalado, la forma de propiedad dominante estaba en función de la tenencia de la tierra; la propiedad incipientemente industrial (textiles y minería) estaba al servicio de la sociedad y la Corona españolas, las que aseguraban su monopolio a través de la Casa de Contratación y controlando todo el comercio mediante un sólo puente: Veracruz - Cádiz].

El mestizo no estaba en el mismo nivel social que los indígenas –cuya población fue mermada en los años siguientes debido a las enfermedades, el hambre y las consecuencias de la explotación salvaje a manos de los encomenderos- en el reparto de la riqueza producida por la economía colonial su participación era mínima; de ahí su histórica divergencia con el español y el criollo cuyo reconocimiento se pone de manifiesto por primera vez en la lucha por la independencia; es aquí la inauguración de una contradicción que –con el segundo- se torna frágilmente reconciliable sólo en algunos episodios y que, sin embargo, perdura hasta nuestros días.

En el México de hoy, “chicanada” es un vocablo de origen popular que define una acción ruin y alevosa para obtener una ventaja. No se requiere de ninguna ardua investigación lingüística para intuir que se trata de una asociación de las voces “chinaco” (nombre que se acostumbraba dar a la plebe desde la Colonia hasta tiempos de la invasión francesa -y de donde deriva “chicano”-) y “marranada” o “charranada”, “cochinada”.

Es proverbial la costumbre del mexicano por burlarse de sí y de circunstancias que le causan agobio o daño; de sus carencias y defectos. Aunque no deje de ser un estereotipo, tal circunstancia llega a constituir una suerte de presunción para quien practica la “chicanada”.

Es de suponer que esa práctica tiene su origen en una situación histórica: la profunda división de clases que imperaba en México durante la Colonia y la avidez del mestizo por obtener ciertos privilegios a los que aspiraba o que, consideraba, debía tener pero que no podía alcanzar sino transando de modo deshonesto (aún hoy se apela al recurso del cínico apotegma: “El que no transa no avanza”). De la misma manera que el criollo no se contentaba con ser un español de segunda, el mestizo no aceptaba su condición de americano, o mexicano, de segunda.

Desde el punto de vista social, la Nueva España estaba forjada por dos mundos: el español y el indígena. Por tanto el mestizaje –de cierta forma- era el resultado indeseable de esos dos mundos. Aquéllas eran las “razas puras” que reconocía una hipócrita legislación (aunque en los hechos no era tal). El mestizo habido en matrimonio podía aspirar al reconocimiento legal y social que se brindaba al criollo; pero el mestizo proveniente de uniones ilegítimas (la inmensa mayoría) se encontraba en el nivel social de los negros traídos de Cuba y Puerto Rico (esto es: del esclavo); no podía aspirar a ejercer cargos públicos, ni a maestro en los gremios, ni como escribano o notario. Era, pues, discriminado brutalmente no obstante llevar sangre de los vencedores en el proceso de conquista. Creció bajo el sino del resentimiento social. Y, como dijera Paul Gauguin: “…siendo la vida lo que es, uno sueña con la venganza”.

Hemos señalado el conflicto de intereses -tanto en lo que atañe al ser como al tener- entre españoles europeos y americanos y el de éstos con los mestizos. Ahora esbozaremos el otro vértice que configura el triángulo de la nacionalidad mexicana: el indígena.

Los aztecas (llamados así porque procedían de Aztlán, que se localizaba en el oriente de lo que hoy es la República Mexicana) llegaron al altiplano después de un largo peregrinar en busca de una suerte de Tierra Prometida en la cual debían establecerse y fundar un gran imperio, tal era el mandato de su dios principal: Huitzilopochtli. Pueblo sumamente religioso, cumplió la orden de llevar a efecto el éxodo masivo; pero al arribar se encontraron con que las tierras estaban ocupadas, lo que les significó guerrear, ser derrotados y convertirse en pueblo tributario de reinos que eran herederos de la gran cultura tolteca, que a su vez descendía de la gran cultura indígena que se levantó en Teotihuacan (tan grande que llegó a contar con 200, 000 habitantes cuando las grandes ciudades europeas sólo contaban con 10, 000). Fueron enviados a territorios inhóspitos, en calidad de pueblo sojuzgado, para que fueran exterminados por las serpientes; sin embargo, sucedió al revés: ellos se alimentaron con los reptiles.

Posteriormente, se aliaron con los enemigos del pueblo que los dominaba y lograron derrotarlos. Como premio, los señores de Azcapotzalco les otorgaron un sitio donde vivir: un islote abandonado en medio del Lago de Texcoco donde, se cuenta, encontraron un águila devorando una serpiente, que era el sitio donde debían establecerse según la profecía de su dios.

La narración tiene visos de fantasía; lo cierto es que en unas cuantas generaciones lograron levantar una gran ciudad (la Gran Tenochtitlan) mientras que de pueblo tributario se convertían en la nación indígena más poderosa, económica y militarmente, del Valle de México. Ganaron terreno al lago construyendo sembradíos flotantes, construyeron acueductos y una gran urbe lacustre: una especie de Venecia americana. Un verdadero imperio que, a la llegada de los españoles, ya ejercía su dominio hasta lo que hoy es Centro América. Un pueblo sumamente religioso que hacía la guerra para satisfacción de sus dioses a quienes alimentaba con la sangre de sus enemigos para posibilitar la salida del Sol día con día. Tiranía cruel que hallaba su justificación en que tanto ellos como los derrotados necesitaban que el astro continuara apareciendo para hacer asequible la vida a todos.

Tanta prosperidad a costa de pueblos sojuzgados y de una profunda división de clases, como corresponde a un gran imperio, les trajo enemistades tanto externas como internas. Ese fue el caldo de cultivo para la conquista. Cortés pudo enterarse de la situación que reinaba y aprovechó la coyuntura: se alió a los acérrimos enemigos de los mexicas (la nación tlaxcalteca) y explotó para su causa la pugna por los derechos de sucesión en el señorío de Texcoco (aliado de los mexicas o tenochcas) entre Cacama (favorito de Moctezuma II) y su hermano Ixtlilxóchitl (ambos emparentados con el emperador), un mancebo de 15 años que fue el aliado más cercano del conquistador y, posteriormente, a su conversión al catolicismo, ahijado de don Hernando, de quien tomó su nombre en el bautismo.

Si, bien, los españoles contaban con caballos y con armas de fuego, desconocidos para los indígenas, la victoria sobre los mexicas –según quien esto escribe- es más atribuible a los pueblos aborígenes subyugados. Los españoles sumaban, apenas, algo más de 600, mientras que los atacantes indígenas, 100,000. La población total de la Gran Tenochtitlán (contando niños, mujeres y ancianos) no sobrepasaba de 80,000. Otros aliados de los conquistadores fueron la viruela, el hambre y la sed, puesto que fueron cortados los suministros.

Pues bien, a partir de estas tres vertientes (el criollo, el mestizo y el indígena), con todas sus contradicciones entre sí y dentro de sí, es como se va forjando la mexicanidad, la cual adquiere formalidad al cesar el dominio español. No obstante, tales contradicciones se siguen manifestando en el México de hoy, insisto, no como cuestión etnológica sino en su derivación hacia el mundo de las ideas y hacia el de lo material: en lo político, en lo económico y en lo social. Ya lo iremos viendo.

No nos sumergiremos en el estudio detallado de trescientos años de dominación hispana; hay un sinnúmero de textos de historiógrafos que lo han hecho, y lo continuarán haciendo en lo futuro, con mayor fortuna de lo que este autor pudiera. Finalmente, lo que importa aquí es mostrar la composición de clases y los motivos que hubo para que la brecha entre éstas se ahondara.

Permítaseme, en consecuencia, un salto en tiempo y espacio.

Nada aparece a partir de la nada; los hechos particulares derivan de largos procesos encadenados. Ya para la segunda mitad del largo reinado de Luis XIV, en Francia, los principales ministros fueron siendo nombrados entre personajes alejados de la nobleza; gente sin linaje pero con amplio poder económico derivado de actividades comerciales, financieras e industriales: la incipiente burguesía que empezaba a ocupar posiciones que hasta entonces había sido coto exclusivo de los terratenientes, de los que el clero era parte importante, porque hasta entonces la tierra había sido la principal fuente de riqueza y la agricultura su medio.

En Inglaterra, esta ancestral forma de vida y desarrollo económico comenzó a permitirse nuevas formas: ya no para el cultivo, sino para el pastoreo y la renta. Las pujantes actividades textiles, ya de carácter industrial, requerían destinar una buena cantidad de tierras para el pastoreo de ovejas que brindaran la materia prima –la lana- en perjuicio de la agricultura.

El campo iba cediendo ante el empuje de las ciudades.

En España no. Adelante veremos por qué y consecuencias.

En menos de dos siglos se produjeron cambios definitorios en distintos sentidos. Los poderes civiles fueron poniéndose a la par que los religiosos; la importancia de las ciudades, a la del campo; los avances tecnológicos y científicos, a lo impuesto por las costumbres y tradiciones.

Esas transformaciones en el ámbito de lo material incidieron en el de las ideas. La incipiente burguesía va arrebatando espacios a la nobleza feudal. Cuentan con una nueva Iglesia (la protestante), más acorde con sus intereses modernizadores, lo que no significa sólo una cuestión de fe, sino de índole bien mundana: a lo largo de este escrito hemos hecho hincapié en que la Iglesia Católica era un poder terrenal, tanto en lo político como en lo económico.

Y trayendo a colación lo mencionado en párrafos anteriores (“…hacia el mundo de las ideas y hacia el de lo material…”), es obligado regresar al terreno de lo filosófico. Volver al punto del escrito en el cual describimos el enfrentamiento entre las dos escuelas filosóficas antagónicas –idealismo y materialismo- y contestarnos la cuestión que dejamos pendiente: ¿se puede conocer el mundo? Esos planteamientos readquieren vigencia y dan motivo de debate, además de contribuir a las transformaciones de las sociedades, en el llamado Siglo de las Luces y su manifestación más notoria: la Ilustración.

En oposición al oscurantismo medieval, no podría ser más emblemático el nombre aplicado a este periodo.

La Ilustración proporciona el andamiaje ideológico para que “lo racional” desmorone a la fe. Y adquiere tal fuerza que en el mediano plazo provoca que en Francia una revolución social destroce a la monarquía y guillotine a Luis XVI, segundo sucesor del Rey Sol, quien irónicamente había propiciado el ascenso de las nuevas clases sociales promotoras de avances sociales.

Discúlpeseme nuevamente el contrasentido y la repetición: la inmovilidad… ¡se mueve!

Y también se mueve en América; pero no en la América española, sino en las trece colonias británicas situadas, sobre la franja este del continente, al norte del Nuevo Reino de León, parte del territorio novohispano, mexicano. Estas trece colonias son ya herederas del avance político, económico y social -en sentido capitalista- que prevalecía en Inglaterra, la que –por cierto- también estaba ya alejada de Roma. Estas colonias, además de sus afanes independentistas, los tenía expansionistas.

Pero España, en donde el poder de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana permanecía incólume, se negaba a las transformaciones por considerarlas heréticas y contrarias a los intereses de la Corona. Se aferra al pasado y arrastra con ella a sus colonias americanas; aunque sólo hasta la llegada invasora de los ejércitos de un militar y político francés que confirmó la supremacía de lo mundano sobre lo divino en un acto simbólico (coronarse emperador a sí mismo ante la mirada evasiva del papa): Napoleón Bonaparte.

Ese afán de los españoles por detener la Historia (afán contenido en el Idealismo filosófico, bastión del catolicismo, al que ya hemos hecho referencia, es el que decide –a fin de cuentas y hasta 1821- la promulgación de la Independencia de México a favor de los españoles avecindados en América, los criollos y el clero; para que la nueva nación quedara como último reducto del catolicismo, del poder papal y de los privilegios de los aristócratas terratenientes (nobles de pacotilla) ante la situación que prevalecía en la “atea Europa”.

Contra lo que, aún hoy, se piensa comúnmente (y se manipula desde las instancias de poder de la politiquería chovinista de los gobiernos del PRI y retomada por el PAN, partido político actualmente en el poder federal del gobierno mexicano, que pretende reivindicar a Agustín de Iturbide), no es el afán libertario de los viejos insurgentes -cuya hueste conforman los desheredados del coloniaje: mestizos e indígenas- lo que propicia la Independencia; por el contrario: son los intereses retrógradas e inmovilistas (encabezados por el citado Agustín de Iturbide) quienes la consuman.

Así que México, al nacer como nación independiente, es sumergido en la pila bautismal del pasado y arropado con el manto del conservadurismo.

Hidalgo, Morelos (no obstante haber muerto años antes) y Guerrero vuelven a ser derrotados; la revolución, la suya, hubo sido abortada.

Pero ello lo veremos en la próxima entrega.

Wednesday, October 03, 2007

Para entender el México de Hoy (Parte 4)

CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO

(Parte IV)

Por: Gabriel Castillo-Herrera.


La vida en la Colonia, decíamos, estaba dominada por la religión ya que, desde el descubrimiento, América fue considerada como dominio del Reino de Castilla, bastión del catolicismo en una Europa enfrentada en conflictos religiosos. Por tal en la Nueva España era menester impostergable la propagación de la fe entre los naturales, lo cual se encontró con ciertas dificultades tanto del lado indígena como del español.

Como dueños originales de esas tierras, los indígenas no podían ser considerados como invasores “infieles”, tal como se hacía con los moros. Si habían nacido libres, tampoco podían ser considerados siervos. Estaba justificado que un imperio católico acabara con los enemigos de la cristiandad y con los “herejes”, lo que –en sentido estricto- no era el caso: los mexicas no trataban de imponer su religión a los hispanos. Y aun: algunos misioneros afirmaban que si los nativos eran sujetos de recibir los sacramentos, también podrían otorgarlos (el alto clero se opuso a que los indígenas pudieran alcanzar un status que consideraban exclusivo de españoles y criollos). Así que, desde el punto de vista ético, existía la controversia acerca de la validez de, al amparo de la fe, ejercer violencia y abusos sobre los conquistados. Y nunca se definió más que en la práctica.

A lo largo de la Colonia el bajo clero (inicialmente los misioneros) estuvo al lado del indígena para llevar a cabo su catequización, educación y hasta protección física. Cabe señalar que éstos se dieron a la tarea de estudiar costumbres, tradiciones; interpretar códices, escribir el náhuatl y otras lenguas con caracteres alfabéticos; en fin, hacer una gran tarea que de no haber sido ellos quienes la hicieran, poco se conocería de las culturas mesoamericanas. Pero, en última instancia, el peso material de la conquista militar y económica pudo más que la buena voluntad y la misericordia: el dominio fue ejercido mediante la fuerza y brutalidad de los encomenderos, el tributo, la paz de los sepulcros en las minas y el diezmo; en fin, la conquista espiritual -con toda su carga de pecados, culpas, sumisión al hombre blanco y barbado, y miedo al castigo divino- imbuida con sermones y pastorelas e impuesta a filo de espada y latigazos.

La idílica imagen de la unión de dos mundos –el peninsular y el indígena- que ha sido estampada en pinturas y esculturas no se acerca a la verdad ni un ápice. El mestizaje, La Raza de Bronce, no es sino una consecuencia forzada por la necesidad; se sitúa como parte de la instauración de un régimen de dominación salvaje, de clase, a la manera feudal. América representaba para España la perpetuación de formas de vida que en Europa recién empezaban a fracturarse y decaer. Era mantener el poderío único de la Iglesia Católica, de la nobleza feudal y sus mesnadas, del vasallaje, del derecho de pernada, etc., sobre una inmensa masa de infelices castas de la que los mestizos formaban parte. Otra España que no enfrentaría los problemas que se vivían en la metrópoli. Una Nueva España que, irónicamente, pretendía ignorar los cambios que estaban sucediéndose en Europa. Una Nueva España que pretendía estacionarse eternamente en el pasado europeo. Una moderna España americana que se estancara en anacronismos que favorecieran la conservación de privilegios.

[NB: a lo largo de nuestro estudio, el lector podrá identificar que ese contrasentido se manifiesta en muchos periodos críticos de nuestra historia: pretender que montarse en lo moderno es perpetuar el estado de cosas, que no es sino la materialización de lo dicho arriba en relación al Idealismo. Es la base filosófica del conservadurismo político].

Pero todo régimen sociopolítico lleva en sí el germen de la causa de su destrucción. Y, en este caso, sus propios hijos; los legítimos y los bastardos: los criollos que reclaman toda la herencia y los mestizos que reclaman su parte. Pero ello es materia que trataremos más adelante. Por lo pronto, veremos quienes son estos españoles considerados de segunda clase en la tierra que los vio nacer.

Antes de tocar el punto, debemos aclarar que el tratamiento que se le dé aquí al vocablo “criollo”, poco tiene que ver –aunque no se puede soslayar- con asuntos relacionados con características etnológicas y menos aún con raciales. Más bien lo enfoco desde su perspectiva económica y social: es la descendencia de quienes son los poseedores de la riqueza en tierras americanas, en la Nueva España; de quienes heredan, a medias, la cultura –en el amplio sentido de la palabra- europea. Y escribo “a medias” porque la metrópoli continuó arrogándose el derecho de dominio y control en todos los ámbitos del nuevo mundo colonizado. En sentido formal, pues, criollo es el español americano, el hijo de padre y madre español; pero el contenido de lo criollo, del criollaje, es mucho más amplio: adviene del modo de producción dominante. Desde esta perspectiva, tan criollo fue Martín Cortés (hijo legítimo de el conquistador Hernán Cortés y Juana Zúñiga, ambos españoles) como Don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (descendiente directo de Hernando Ixtlilxóchitl, aliado indígena de Hernán Cortés, y del Rey Nezahualcóyotl, ilustre señor de Texcoco). Más aún: el otro Martín Cortés, apodado El Mestizo, no era menos criollo –en el sentido que manejamos- por ser hijo de madre indígena.

[NB: esta situación es casi una característica sine qua non en México, donde algunos reinos indígenas enfrentados a los mexicas (mal llamados aztecas) y aliados a los españoles llevaron a cabo, con los peninsulares, la destrucción de la Gran Tenochtitlán, lo que los hizo conservar y, aun, adquirir privilegios; no sucedió de igual forma en el resto de la América indígena, puesto que en otras partes la población aborigen casi fue exterminada o sojuzgada en su conjunto].

Este breve preámbulo servirá para que, cuando nos refiramos al “criollaje” en relación a hechos del presente, el lector comprenda el sentido de tales menciones. Repetimos: el criollaje resulta del modo de producción dominante -de quienes retienen el poder político y económico- lo que se revela tanto en el pasado como en el hoy a pesar de las diversas transformaciones sociales y económicas que se han sucedido desde entonces hasta nuestros días. El criollaje, bien visto, tiene carácter de clase. Y, para abundar en tal tesis, habría que considerar que una gran parte de los españoles que acompañaron a los capitanes conquistadores se avecindaron en América para reproducir los mismos esquemas de mísera existencia que llevaban en la península y fue lo único que legaron a su descendencia, aquí sí dicho en sentido étnico, criolla o mestiza.

Los hijos de los conquistadores, estos nuevos nobles de facto, sin blasones, sin colores de heráldica, sin casa de alcurnia, nacidos en tierras donde no existía una fe religiosa como la que ellos profesaban, pretendieron fabricárselas a cualquier precio: aún rebelándose a la Corona. El intento independentista fue abortado, como antes mencionamos.

Habría que hurgar en el terreno de lo psicológico para dibujar el sentimiento que ello dejó en el pensamiento del criollo y su repercusión en el ámbito de la conformación ideológica y, en general, cultural de la Nueva España. El derecho a disfrutar de la herencia que el padre gachupín -la Corona- le regateaba y el ser privado de nacer en la Madre Patria deviene en la manifestación social que pudiera enmarcarse dentro del psicoanálisis (¿el llamado “Complejo de Edipo” magnificado?). Tal vez exageremos, pero lo cierto es que el criollo tuvo que reinventarse a sí mismo. Crear, para sí, una cultura propia como mecanismo de defensa ante el dominio de instancias de poder -allende el Océano Atlántico- renuentes a los cambios que en la propia Europa se gestaban; una patria; una historia; una identidad; una nación a la que ya por el siglo XVII comenzó a llamársele México, aunque formalmente continuara siendo la Nueva España.

Y empezaron a apropiarse de un glorioso pasado indígena, que no les pertenecía, al cual sumaron la hidalguía de sus antepasados españoles y la cultura europea; tal hibridación tampoco les pertenecía, ya que –en todo caso- este sería patrimonio del mestizaje. Así como sucede en nuestro tiempo, se veneraba al indio histórico, pero se despreciaba al real, al de carne y hueso.

Sin embargo, gracias a esa situación, hubo un rescate de los antiguos códices y cobró auge el estudio de las culturas precolombinas. Así también el hablar náhuatl, igual que el latín, era considerado como signo de amplia cultura. Desde luego que ello estaba reservado para las elites culturales y el bajo clero.

Muy temprano se creó la Real y Pontificia Universidad de México, la primera en funciones en América (aunque segunda por la fecha de la cédula que le daba origen). Más adelante se fundó la Real Academia de las Nobles Artes de San Carlos. Ambas para dar lustre a la nueva nación y sus habitantes (desde luego, los criollos).

Pero, decíamos, la vida en la Colonia estaba dominada por la religión. Siendo así, el criollaje buscó su propia identidad religiosa tratando de canonizar a varios personajes, a lo que la Corona y Roma siempre se opusieron. En el caso del mártir Felipe de Jesús, los hispanos se dieron a la tarea de demostrar que no había nacido en México. Durante algún tiempo, los criollos tuvieron que conformarse con adorar imágenes de la devoción hispana; hasta que surgió el culto a la Virgen de Guadalupe, no sin que la alta jerarquía católica (españoles o criollos) cuestionara inicialmente las supuestas apariciones. Sin embargo para dar lustre al criollaje y como parte de la conquista espiritual, finalmente la Iglesia validó tales apariciones no sin la incomodidad de que el milagro hubiera sido plasmado en la vestimenta de un indio. Tal incomodidad subsistió durante siglos; tanto es así que hoy que el Vaticano ha declarado santo a Juan Diego su imagen corresponde más a caracteres raciales europeos que indígenas. Una pequeña venganza del hombre blanco que salda una deuda pendiente.

La castidad, la beatería y la misericordia cristiana fueron muy apreciadas por la sociedad criolla, aunque en ello hubo bastante mojigatería. Por aquí y allá surgían patronatos para crear instituciones de ayuda a menesterosos, para regeneración hijas del pecado, para enfermos, para huérfanos, etc.; limosneros proverbiales que cumplían así su deber cristiano a la vez que labraban el terreno para cuando llegara la hora de entregar cuentas al Creador (¿acaso una suerte de compra simulada de indulgencias?, al fin y al cabo acá no existía ningún lutero que se opusiera a ellas).

Los criollos de hoy también acostumbran crear patronatos, no para salvar sus almas, sino para deducir y aun evadir impuestos.

En cuanto a la castidad, se dieron casos de santos varones que se dejaban morir antes que ser atendidos y tocados por manos femeninas, así fueran monjas. Se cuenta en crónicas de la época que un obispo tardó meses en presentarse ante un nuevo virrey tan sólo por no ver a la virreina. Sin embargo sabemos que el celibato fue instituido en Europa con el fin de evitar que las riquezas de papas y cardenales pudieran ser heredadas a sus hijos para menoscabo del patrimonio material de la Iglesia Católica (hay que recordar a los Borgia, por ejemplo); este principio se hizo extensivo a toda la clerecía y, según vemos, el trasfondo no tiene nada que ver con la santidad, sino con el interés económico.

En fin, el punto central de este capítulo es bosquejar que el criollo se enfrenta ante un problema ontológico: el ser y no ser europeo. Para él, el gachupín representa al padre pichicato, autoritario, controlador que le impide desarrollar su propia identidad; por ello, comienza a adoptar moldes, en última instancia, ajenos; tan ajenos como costumbres afrancesadas y glorias indígenas pasadas.

Para su hermanastro, el mestizo, el gachupín es el padre que no le reconoce, el que violó a su madre tierra y abusó de su madre biológica. Es el hijo abandonado, resentido. El indígena, el dueño original de la tierra, no es nadie; y sólo ocasionalmente, merced a ese falso afán misericordioso tan en boga al que hemos aludido, el gachupín –y luego el criollo- resulta ser algo así como un padrino tan sólo para aliviar su conciencia y sentirse cerca de la mano de Dios.

Pero estos dos casos, los dejaremos para el próximo capítulo.