Wednesday, December 26, 2007

Para entender el México de Hoy (Parte 12)

CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO

(Parte XII)

Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Existe, en nuestros días, una corriente de pensamiento (intelectualillos e intelectualotes que tratan de congraciarse con el actual gobierno) que intenta “desmitificar” la Historia de México porque –según ellos- ha sido escrita con el único ánimo de dignificar y justificar el sistema (al que el escritor Mario Vargas Llosa nombra “Dictadura Perfecta”), implantado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó México desde los primeros tiempos post revolucionarios –finales de los años veinte del siglo pasado- hasta el año 2000. Argumentan que este partido manipuló los hechos pasados con el fin de hacer creer que su instituto político era el heredero de las luchas libertarias habidas desde la Independencia. Con este fin –también, según ellos- se mitificó a los héroes sin verlos como “hombres de carne y hueso” en grado tal que se les inventaron virtudes que no tenían y se escondieron sus grandes defectos. Se forjó una falsa historia de “buenos y malos”.

Bajo tales premisas, pretenden –una vez más, según ellos- poner en su justa dimensión a los personajes del pasado mexicano. Así, insinúan que Agustín de Iturbide debe ser reivindicado porque fue quien consumó la Independencia; pero muestran disimulo ante los motivos y repercusiones del asunto: erigirse como emperador y perpetuar un sistema de privilegios que favorecían al clero, a la milicia y al sistema judicial, además de reafirmar el esquema económico vigente en la Colonia –pero sin metrópoli- que beneficiara a los criollos. También arguyen que Maximiliano era, en realidad, un hombre de ideario liberal y que pretendía –como lo juró en Miramar- defender la independencia y velar por la integridad del territorio nacional; sí, pero -convirtiéndose en un instrumento al servicio de Napoleón III-, vino con un ejército invasor; decidió unir su destino a los usurpadores del legítimo gobierno mexicano, quienes crearon otro de facto, y decretó perseguir a los liberales por considerarlos gavilleros. A nadie en su sano juicio se le ocurriría elevar a Santa Anna, sin embargo, hay quien sugiere que fue “víctima de las circunstancias” de su tiempo; nomás que la mayoría de las “circunstancias” fueron creadas por él mismo y por el clero, al que favorecía con sus fuerzas militares -y sus múltiples administraciones- y decisiones gubernamentales. Pretenden justificar el que Porfirio Díaz –de quien hablaremos adelante- instaurara un régimen de “mucha administración y poca política” que pacificó el país y lo situó “en la senda del progreso” durante los 30 años de su mandato (a la muerte de Juárez y con un golpe de Estado a su sucesor, Sebastián Lerdo de Tejada, no sin antes haberlo intentado y fracasado contra aquél); pero parecen olvidar que lo hizo regresando a la Iglesia posesiones bajo el engañoso sistema de “presta nombres”, hipotecando el futuro de generaciones enteras mediante nuevos empréstitos e “inversiones” extranjeras, fortaleciendo el hacendismo (régimen económico de carácter feudal con tintes esclavistas) e imponiendo una paz –más bien, ejerció una violencia social institucionalizada- basada en matanzas de indígenas alzados, obreros textiles y mineros.

Pero la ofensiva “neo cangreja” (quien haya seguido el curso de estas reflexiones entenderá que me refiero a los nuevos conservadores, los que hoy gobiernan México) no se detiene aquí. Ahora tratan de minimizar la estatura de Juárez afirmando que se trataba de un personaje enfermo de poder; que extendió su mandato, no por una necesidad histórica de coyuntura, sino por ansia dictatorial que redundó en que algunos de sus compañeros de ideario y acción se alejaran de él (Melchor Ocampo, Guillermo Prieto) e, incluso, se confabularan contra su gobierno (como el mismo Porfirio Díaz, pieza clave en la guerra contra el Segundo Imperio; como González Ortega, vencedor en la Guerra de Tres Años). Se le tacha de necio por no haber querido dialogar con Maximiliano y por haberlo fusilado (hay quien llama al acto “asesinato”, no obstante que el Habsburgo estuvo sujeto a un consejo de guerra que lo condenó a tal suerte). Y, claro, se hace burla de las leyendas –si se quiere, un tanto fantasiosas y románticas; pero no por ello menos ponderables- que se han creado en torno a su infancia humilde y a su origen indígena, lanzando epítetos cercanos a aquellos con los que se expresó Santa Anna del Benemérito.

Más allá de lo que se dice y escribe, en la práctica, durante la presidencia del maoísta Salinas de Gortari se entablaron relaciones diplomáticas con el Vaticano; su sucesor, Ernesto Zedillo, tránsfuga del marxismo y entonces Secretario (ministro) de Educación, comenzó esa “revisión” de la Historia de México. Hoy, la enseñanza básica de esa materia en las escuelas que dependen del Estado es deficiente y casi nula; eso sí, se hace casi una apología del “avance democrático” que se ha gestado en el país a partir del año 2000, con el arribo a la Primera Magistratura de Vicente Fox, quien desde los primeros días de su gobierno manifestó sin ningún decoro que el suyo era de empresarios y para empresarios, lo que en un país en donde la pobreza extrema suma millones es un verdadero insulto a la población; por añadidura, el señor revivió aquella costumbre de acudir a dar gracias al Altísimo por haber ascendido al poder, con el beneplácito de la alta jerarquía religiosa mexicana. Se dice que un pueblo que olvida su historia está condenado a repetir los mismos errores; peor, digo yo, si ese pueblo la ignora. Quizá parezca un exceso el que este autor critique la reanudación de relaciones con la Santa Sede; pero habría que voltear los ojos hacia lo concreto: desde entonces, el clero mexicano se ha venido fortaleciendo políticamente; se expresa sin empacho sobre asuntos de Estado; y no sólo de palabra, sino de hecho: fueron capaces de considerar como crimen de Estado el asesinato –a manos de los señores del narcotráfico- del cardenal Posadas (¿de un Estado que les restituyó el poder?); de condenar la actuación del obispo Samuel Ramos (uno de los pocos clérigos que levantan la voz contra el sistema) en el apaciguamiento y negociación del estallido guerrillero en Chiapas (se sugirió que él había sido el instigador del movimiento); de promover un llamado de atención papal al obispo Raúl Vera (otro de esos pocos) por condenar y señalar violaciones a los derechos humanos de luchadores sociales, trabajadores mineros, indígenas y migrantes, además de que ha insistido en el peligro que representa la cercanía del actual presidente, Felipe Calderón con en ejército (ha advertido la posibilidad de una dictadura); de azuzar –desde el mismo arzobispado- a las masas católicas contra el movimiento lopezobradorista (como lo relatamos en un apartado anterior); y –nada más y cada menos- de presionar para modificar la Constitución en lo tocante a la relación Iglesia – Estado: están pugnando por participar abiertamente en política y por que la enseñanza proporcionada por el Estado incluya clases de catecismo. De modo que no se trata aquí de atacar un asunto de fe sino político, social e histórico. Intentan destruir el Estado Laico que rige desde las leyes de Reforma impulsadas por los liberales –cuya cabeza fue Juárez- como producto de aquella, ya referida, Revolución de Ayutla.

La dirección correcta que debe seguir la Historia, según estos revisionistas, es hacia atrás; hacia el pasado. Más aún: intentan hacer creer que eso que llaman “estabilidad” (que en primer instancia es conservadurismo y en última, reacción) es “progreso”; que las luchas por situar a México en el presente han sido inútiles. Recientemente, el escritor (reputado como “intelectual”) Héctor Aguilar Camín, llegó al extremo de decir en una mesa de discusión televisada –en la que no hubo discusión, por cierto- que “las revoluciones han sido un fracaso”. Habría que decir, en base a la simple observación del pasado, que las revoluciones –aquí y en China, como en todo el universo- se han encargado de derrocar los viejos órdenes, en todos sentidos, para instaurar los nuevos, los acordes con las condiciones que privan aquí y ahora en el entorno del que se trate. Imagine el lector qué hubiera sido de la humanidad –y del mismo cosmos- sin revoluciones: en lo inmediato, seguiríamos siendo labriegos esclavizados; en lo mediato, cavernícolas; en lo remoto, simios; y en lo non plus ultra, no existiría planeta Tierra, Vía Láctea, ni Universo. Si se gestan como producto de la violencia, es porque hay resistencias físicas al cambio (las que traspuestas en la cabeza del Hombre devienen ideología). Resistencias que, independientemente de la voluntad y hasta de la fuerza, han sido, son y serán vencidas. Tal es la dialéctica de la Historia. Es la Dialéctica de la Naturaleza. Es la fuerza de la necesidad.

Esas revoluciones también han transformado el producto más desarrollado de la materia: el pensamiento. Sin embargo, estos ilustres émulos de Lucas Alamán pretenden creer y hacer creer que lo vigente en ese terreno son las ideas plasmadas hace más de 2000 años en la filosofía de Platón (que, necio sería dudarlo, en ese entonces significaron una revolución respecto de las concepciones anteriores) cuando las ciencias particulares apenas empezaban a independizarse de la Filosofía. Quieren seguir separando el mundo de las ideas del de la materialidad, como si Aristóteles no hubiera existido.

Para ellos, Darwin, Marx, Engels y Freud tampoco existieron.

Esa fiebre que hizo presa de multitud de mexicanos en el año 2000 derivada de la enfermedad de la “democratitis” (mal que consiste en exacerbar la euforia por haber creído que la derrota del PRI en las urnas significaba un avance) y que dio paso al ascenso del Partido Acción Nacional (PAN), después de 6 años está derivando en trastornos depresivos (lo digo en tono de sarcasmo). Se ha convertido en desencanto al atestiguar que el promotor del “cambio” y de esos avances “democráticos” –Vicente Fox- resultó ser un continuador de las políticas económicas de sus dos antecesores priístas y de las prácticas nefastas que tanto se criticaban de los gobiernos de la “Dictadura Perfecta”: el tráfico de influencias, el enriquecimiento de los personajes en el poder –incluido el suyo y el de allegados- y el desentendimiento ante la corrupción e impunidad. Y muchas sutilezas más, como el fortalecer a sectores políticos e ideológicos de corte sinarquista (fascista) dentro de su partido y en la sociedad. De dirigir la economía a favorecer –como afirmó- a los empresarios –a ciertos grupos- acostumbrados a vivir a expensas del gobierno: parásitos que desde luego se convirtieron en incondicionales que pusieron todos sus oficios y recursos a emprender una campaña de descrédito hacia el candidato a la presidencia por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) Andrés Manuel López Obrador en el 2006 y en favor de la continuidad personificada por Felipe Calderón.

Bien, si el gobierno juarista se encargó de retirar fueros y privilegios al clero y a la milicia, estos dos personajes de la reacción –Fox y Calderón, respectivamente- se han encargado de devolvérselos. Y aquí se confirma aquello de que los pueblos que olvidan –o ignoran- su historia, están condenados a repetir sus errores. Si la mayoría de los mexicanos conociera la historia hubiera sabido que votar por el PAN en el 2000 era –inclusive- peor que hacerlo por el PRI, pues aquel partido es el heredero del conservadurismo y, más allá, descendiente directo del criollaje retardatario; el mismo que entronizó a Iturbide, el que se sirvió de Santa Anna, el que trajo a Maximiliano, el que se sirvió –también- de la dictadura porfirista (como veremos).

Lo que quieren hacer los “desmitificadores” de la Historia de México es deformarla, por franca conveniencia o por ignorancia; ignorancia que ocultan tras títulos y diplomas, obtenidos generalmente en el extranjero, que los acredita como especialistas en tal o cual materia, pero que los hace perder la visión de la diversidad, de la universalidad; aunque les da la oportunidad de impresionar al neófito: “En su libro Tal el politólogo norteamericano Fulanow D. Talowsky afirma que en México…”. Bien, pero… ¿qué dicen los autores y documentos mexicanos? ¿Cuál método utilizan para sus análisis históricos?, ¿la lectura del inglés?
Discúlpeseme la ironía.

Aquí cerramos el primer círculo o tramo de la espiral histórica de México. Continuaremos con una suerte de interludio –de 30 años, la dictadura de Porfirio Díaz- que desembocará en el movimiento que produjo el tardío arribo del país al modo de producción capitalista: La Revolución Mexicana (1910) que, se considera, fue la primera del siglo pasado cuyo objetivo era implantar la justicia social. Este periodo se encuentra íntimamente imbricado con la realidad mexicana del hoy.

Thursday, December 20, 2007

Para entender el México de Hoy (Parte 11)

CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO

(Parte XI)

Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Hasta los años que fueron la antesala de La Reforma, la Guerra de Tres Años y la segunda intervención francesa, el 80% de la población se dedicaba a actividades del campo. Los principales cultivos eran maíz, frijol, trigo y chile, que se destinaban a la alimentación de la mayoría de la población, al consumo interno. Además, se cultivaban caña de azúcar, café y tabaco; pero estos seguían el curso de la exportación o la satisfacción de necesidades de las clases pudientes.

Otra parte de la población encontraba acomodo en la minería y las manufacturas; sin embargo, la primera había sufrido un descenso de productividad motivado por las guerras constantes. Las minas se encontraban en mal estado: unas abandonadas (los dueños eran españoles que se volvieron a su patria), otras inundadas; las manufacturas, prioritariamente textiles, sufrieron un descalabro merced a un fenómeno parecido a lo que sucede en la actualidad: los que serían los estados confederados en la Guerra de Secesión norteamericana (los sureños) comenzaron a introducir sus productos de mejor calidad y más baratos, inclusive se propició el contrabando, con lo que la producción interna de algodón y productos terminados fabricados en los obrajes y pequeños talleres que funcionaban desde la Colonia y que daban ocupación y vestimenta a indios. Esta situación afectaba a las clases desfavorecidas, puesto que las acomodadas, desde tiempo atrás, se surtían de telas y ropajes importados de Europa (España y Francia).

De tal suerte, la tierra seguía siendo la principal –o única- fuente de riqueza. Una economía carente de mercado interno y cerrada, solamente permitía la prosperidad de los caballeros del dinero mediante el acaparamiento de terrenos destinados a la producción para la exportación; y el camino para ello fue el despojo en perjuicio de la pequeña propiedad rústica, de tierras comunales que fueron otorgadas a los pueblos indígenas desde los primeros tiempos de la Colonia, mediante argucias de carácter legaloide. Así fueron conformándose las grandes haciendas.

Ya habíamos dicho que discrepábamos de otros autores que afirman que esta particularidad constituyó un símil de la Acumulación Originaria del Capital ocurrida en Europa. ¿Por qué?; porque no condujo a una liberalización de la mano de obra –la fuerza de trabajo indígena-, sino que los obligó a cambiar de “profesión” mediante la coerción: bien fueron remitidos a las haciendas como peones o reclutados como soldados en tal o cual ejército mediante el procedimiento de leva. En tal virtud, el “trabajo” no faltaba, pues –como hemos visto- desde la consumación de la Independencia los pronunciamientos militares estuvieron a la orden del día. Unos llevados a cabo por militares de carrera y, otros, por simples caciques oportunistas que veían en ello la posibilidad de hacerse de poder político para sus fines particulares generalmente de índole económica.

En ese panorama se desenvolvió la principal y larga lucha de los tiempos previos al juarismo: centralistas (que luego serían los conservadores) y los federalistas (liberales).

El federalismo va ganando terreno en lo político tanto como en lo económico pues va fomentando polos de desarrollo (o nuevas instancias de poder) libres del control absoluto del centro de la república. Estos logran cierto grado de independencia recaudatoria gracias al control de aduanas y la creación de puertos para fortalecer el comercio exterior.

Del afincamiento del federalismo se deriva la regionalización del control político y económico. Surgen los grupos y “hombres fuertes” capaces de ejercer su dominio sobre determinadas zonas del país –estados- como contrapeso al poder central –otrora omnímodo- ejercido desde la Presidencia de la República (como fue el caso del largo periodo histórico ocupado por Santa Anna). Así se explica el surgimiento de la Revolución de Ayutla, bajo la dirección de quien fue insurgente, cacique, gobernador y presidente, Juan Álvarez. Y así, en última instancia, se hace posible el sostenimiento del gobierno juarista itinerante y aun en el exilio. En un Estado centralizado las victorias de los liberales habrían sido imposibles –hubieran tenido que negociar, como en su oportunidad lo hizo Vicente Guerrero con Iturbide-; pero el apoyo militar que brindaron algunos gobernadores que, gracias al federalismo, tenían el control absoluto de sus regiones posibilitó el triunfo de los liberales sobre los conservadores y, luego –merced a circunstancias externas que se conjugaron con las internas-, sobre el segundo Imperio, impuesto desde el extranjero por Napoleón III.

Antes de retomar el punto donde nos quedamos en las entregas anteriores, es de señalar que entre el grupo conservador –durante las Guerras de Reforma- se dan disputas que concluyen con la sustitución en la presidencia conservadora del general Zuloaga por Miguel Miramón; un joven (26 años) y brillante militar quien junto con otro distinguido general –Leonardo Márquez- fue capaz de infligir derrotas significativas al bando liberal que provocaron la muerte de dos connotados militares juaristas: Santos Degollado –emboscado- y Leandro Valle –fusilado deshonrosamente de espaldas al pelotón- después de que perseguían a las guerrillas –más que ejércitos- conservadoras derrotadas que habían ajusticiado al prohombre del liberalismo Melchor Ocampo, quien se había retirado a la vida privada por un distanciamiento con el Benemérito cuando éste se reeligió al concluir la Guerra de Tres Años o de Reforma.

Vale señalar que la permanencia de Benito Juárez en la Presidencia ocurrió merced al otorgamiento de facultades especiales dictadas por el Congreso dadas las circunstancias de excepción que vivía el país y no por mero capricho del Ejecutivo. Sin embargo, ello provocó el desacuerdo y retirada –como dijimos- de Ocampo y otros personajes como el general González Ortega, quien –en su calidad de Presidente de la Suprema Corte de Justicia- debía sustituir a Juárez. Y es en ese escenario que forzado por la ruina del erario público motivada por las guerras, que se decreta la suspensión de la deuda y acarrea el inicuo plan fraguado por las potencias extranjeras de invadir México. Inicuo, porque la moratoria se planteaba a dos años (como se dice popularmente: “Debo, no niego; pago, no tengo”); y así lo entendieron España e Inglaterra; pero Francia, como aseveramos antes, tenía planes imperiales para contrarrestar la influencia y dominio estadounidense en el continente americano (antes de la guerra de Secesión y después del Tratado de Guadalupe Hidalgo, hubo corrientes políticas y militares que sugerían anexarse la totalidad del territorio mexicano, intenciones que fueron abortadas por la guerra intestina entre norte industrializado y sur esclavista). Francia cree que ocupando México está en posibilidad de negociar con los Estados Confederados para derrotar al Gobierno de la Unión mediante operaciones conjuntas.

Los franceses se internan en territorio nacional y, una vanguardia comandada por Bazaine, ocupa la Ciudad de México el 7 de junio de 1863. El día 10 entra el grueso del ejército: al frente, Leonardo Márquez “…con sus tropas de iscariotes” (dice un cronista del juarismo). Atrás, el general Forey acompañado por Juan Nepomuceno Almonte (hijo natural del “Siervo de la Nación”: José María Morelos y Pavón) y Saligni, embajador francés. Aclamados por aquellos que reclamaron “¡Religión y fueros!”, fueron llevados –según las viejas costumbres impuestas por el devoto y piadoso criollaje desde tiempos remotos- a la Catedral donde se ofrecería un Tedeum.

[NB: es de significar que años antes, cuando Benito Juárez fue electo gobernador de su estado natal, Oaxaca, las puertas de los templos fueron cerradas para impedir que tal costumbre fuera llevada a efecto en honor del “pedazo de indio renegrido”, como se refirió Santa Anna al prócer].

Durante los días siguientes, Forey instaura una junta de notables y una regencia de gobierno en la que figuran Almonte, Mariano Salas y el arzobispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos (la omnisciencia de la Iglesia en asuntos terrenales). Desde luego se acuerda que el gobierno que rija a México será una monarquía moderada, hereditaria, que será ejercida por un príncipe europeo católico. Las miradas se fijan en el hermano del emperador austriaco Francisco José: el archiduque Maximiliano (Habsburgo) quien había contraído nupcias con la joven princesa (23 años) Carlota Amalia, hija del rey Leopoldo I de Bélgica (emparentada, por línea materna, con los Borbón- Dos Sicilias). Los imperialistas se muestran jubilosos.

Entretanto, los republicanos van reorganizando sus fuerzas militares.

La regencia designa a un grupo de dignatarios para ir a Miramar a oficializar lo que ya está decidido desde las altas esferas de la política francesa: ofrecer la corona a Maximiliano y Carlota. Los comisionados hicieron creer al príncipe que la mayoría del pueblo mexicano estaba de acuerdo en su elevación al trono mexicano. Tal que el 10 de abril de 1864 el abad de Miramar asistido por dos sacerdotes (uno de ellos mexicano) se presentó a escuchar el juramento del Habsburgo:

“Yo, Maximiliano, Emperador de México, juro por los Santos Evangelios procurar por todos los medios que estén a mi alcance el bienestar y prosperidad de la nació, defender su independencia y conservar la integridad del territorio”.

El día 20, SS. MM. llegaron a Roma para recibir la bendición del papa Pío IX; y el 28 de mayo arribaron a Veracruz.
Juárez despacha desde San Luis Potosí; pero la adversidad se encarga de hacerlo buscar otros lugares. Los generales conservadores ocupan gran parte del centro del país y, para colmo, algunas voces dentro de la resistencia quieren despojarlo de la presidencia y entregársela a González Ortega, presidente de la Suprema Corte de Justicia, con el fin de que llegue a un acuerdo con Maximiliano.

Pero a él le asiste la razón del derecho estampada en la Constitución y convence a los inconformes de que no se puede buscar acuerdos con quienes blanden espadas y apuntan cañones contra la República, que no contra él. No se debe pactar con invasores apoyados por ejércitos extranjeros. Retener el poder no obedece a motivos de índole personal sino al cumplimiento de un mandato, de una responsabilidad a la que le obliga la Carta Magna que él juró cumplir y hacer cumplir. Es menester mostrar entereza ante el enemigo; ceder, aunque sea un poco, significa claudicar. No se puede mostrar debilidad o desorganización en esos adversos momentos.

Estando en Monterrey, llama a Guillermo Prieto para dictarle una respuesta a una misiva que había recibido del emperador en la que le conminaba a sostener una conferencia para poner fin a la guerra a cambio de un puesto destacado en el Imperio. Dice:

… el encargado actualmente de la Presidencia de la República, salido de las masas oscuras del pueblo, sucumbirá […] cumpliendo su juramento, correspondiendo a las esperanzas de la Nación que preside y satisfaciendo las inspiraciones de su consciencia […] Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera de los alcances de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará….

Y en medio de las balas enemigas sale rumbo a Chihuahua. Pequeños triunfos y derrotas; pero los franceses y los conservadores van acercándose al bastión del presidente. Por otro lado, González Ortega comienza a conspirar y se atrae a Prieto y Manuel Doblado. Para colmo, ha perdido a dos de sus hijos en corto tiempo.

Para entonces, los conservadores y el clero se encontraban un tanto decepcionados de su emperador: éste había confirmado las Leyes de Reforma juaristas y ellos estaban siendo desplazados de los puestos políticos y de los mandos militares por los franceses.

Llegó el año de 1866 y la Guerra de Secesión había concluido con el triunfo de la Unión. El presidente Johnson envió dos cartas a Napoleón III en las que mostraba su disgusto por la invasión francesa a una república cuyo liderazgo había sido dado por voluntad mayoritaria y que además tenía todas las simpatías norteamericanas, por lo que la intervención se veía como una amenaza para los Estados Unidos.

En Europa la situación se tornó crítica para Bonaparte (la Guerra Franco – Prusiana), por lo que se vio en la necesidad, ante ambas circunstancias, de –inicialmente- reducir el número de tropas galesas. Conforme la situación se agravó abandonó al príncipe austriaco a su suerte, la que tuvo que compartir con las sotanas y con las charreteras conservadoras, quienes -ya sin los franceses- empezaron a sufrir derrotas significativas. Dice una canción de la época: “… acábanse en Palacio tertulias, juegos, bailes; agítanse los frailes en fuerza de dolor…”. La crudeza de las batallas no deja espacio para más.

El archiduque, católico y liberal –como Juárez-, fue educado conforme a las nuevas corrientes ideológicas en boga en Europa que tienen claro que “lo que es del César al César y lo que es de Dios es de Dios”, igual que el presidente republicano. Sin embargo, decide unir su suerte y destino a los conservadores, a quienes –seguramente- en su fuero interno desprecia por sus anacronismos. Abandonado por un Bazaine que responde a las órdenes de Bonaparte y no a las de él, y frágilmente sostenido por Miguel Miramón que se sintió desplazado por los generales franceses aún con la categoría que le daba el haber sido uno de los militares más brillantes y presidente conservador durante la Guerra de Tres Años, Maximiliano accede a la petición de la joven emperatriz para ir a Europa y conseguir apoyos; entrevistarse con el papa Pío IX para pedirle que solucione la cuestión del concordato y para solicitar a Napoleón III la revocación de la orden de retirada a sus ejércitos.

Los guerrilleros liberales y el populacho se divierten con la desgracia imperial cantando las coplas de la canción arriba referida:

De la remota playa,
Te mira con tristeza
La estúpida nobleza
Del mocho y el traidor.
En lo hondo de su pecho
Ya sienten su derrota
Adiós, mamá Carlota
Adiós mi tierno amor.

Ante el desentendimiento tanto del papa como del sobrino del Corzo, la princesa belga empieza a dar signos de alteración de sus facultades mentales.

Al emperador llega la noticia y trata de salir del país; pero recibe la notificación de que su propio hermano, Francisco José de Austria, no le permitirá entrar en sus dominios; mientras que su madre le pide que haga honor a su raza y dinastía y, que si es necesario, caiga con su imperio antes que regresar sin honra. Y asume su infortunio; no queda otro camino.

Juárez presiente la victoria y anuncia: “…México quedará libre absolutamente del triple yugo… (la religión de Estado, las clases privilegiadas y los tratados onerosos con el extranjero)

El equilibrio de fuerzas fue el sino de esta fase de la guerra. Nuevamente se enfrentaban los antiguos oponentes sin mediación de fuerzas extranjeras. La balanza fue inclinándose a favor de los republicanos. Finalmente, el general Mariano Escobedo sitia y vence a la guardia imperial y a los generales Miramón (quien además fue condiscípulo de aquellos heróicos Niños Héroes que defendieron el Castillo de Chapultepec durante la intervención norteamericana en 1847, aunque no corrió la misma suerte) y Tomás Mejía (aquel que ocupó el centro de la República e hizo que Juárez tuviera que marcharse de San Luis Potosí al norte del país). El lugarteniente del imperio, el sanguinario Leonardo Márquez (por ello llamado “Tigre de Tacubaya”) a quien se atribuyen las muertes de Ocampo, Santos Degollado y Leandro Valle, no pudo acudir en auxilio del emperador porque las fuerzas de Porfirio Díaz lo redujeron, por lo que tuvo que esconderse y después exiliarse en Cuba.

Después de un consejo de guerra y pese a las peticiones de indulto provenientes de personajes notables de varias partes del mundo, aquél sentencia a la pena capital al emperador y sus generales, lo cual se lleva a cabo el 19 de junio de 1867.

La República ha sido restaurada.

Alguien comentó que la derrota del indio Cuauhtémoc a manos del hombre blanco europeo fue cobrada por otro indio –Juárez- acabando con el rubio emperador.

Tal juicio se queda corto. No queda en un acto de venganza. Con Juárez se afirma la nacionalidad mexicana, el concepto de Patria y la misma viabilidad como Estado, lo que no es poco. No es poco ante el acoso del expansionismo extranjero y las resistencias al cambio de carácter interno.

Juárez es, con mucho, el mexicano más grande de toda la historia.

Tuesday, December 04, 2007

Para entender el México de Hoy (Parte 10)

CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO

(Parte X)


Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Recién hemos referido, en el capítulo anterior, la parte final del bando con el cual el virrey De la Croix expulsó a los jesuitas de la Nueva España, por orden de Carlos III, cuando otro Borbón, el actual rey de España. Juan Carlos, grita a Hugo Chávez “¡Por qué no te callas!”. ¿Es que acaso el monarca cree que su país sigue siendo la metrópoli y América una colonia bajo sus dominios?

¿Se siente capaz de actualizar la redacción del bando referido?:

“De una vez por lo venidero deben saber Hugo Chávez y Daniel Ortega, súbditos de su soberano, Juan Carlos I de Borbón, Gran Monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir y opinar en los altos asuntos de gobierno tratados en las cumbres de los países de habla hispana”.

Hemos de insistir en que la tarea de este escrito es poner frente a frente el pasado con el presente para encontrar que aunque los contenidos sociales se han modificado, las esencias –muchas de ellas- permanecen.

Hoy, la España que se precia de democrática y moderna (tal como se manifiesta en diversos lugares del mundo el conservadurismo disfrazado de progresista), con todo y su presidente socialista (quien extrañamente se convirtió en defensor de su oponente partidario e ideológico –uno diría- histórico) sufre un retroceso en lo social. Así vemos que las manifestaciones fascistas se presentan a diario; la xenofobia se hace cotidiana y los falangistas la promueven impunemente. Sin embargo, como fenómeno paralelo, cada día se pierde la solemnidad y el respeto por una institución arcaica como es la monarquía.

Rodríguez Zapatero actúa como abogado defensor de un personaje –Aznar, quien también ha intervenido en la política mexicana, aunque sólo haya sido discursivamente- nomás porque “fue elegido democráticamente” y porque considera que si alguien se mete con un paisano suyo, su deber es defenderlo. ¿También defendería a Franco con la misma vehemencia con que su gobierno defiende a los empresarios globales hispanos? Para el caso, Chávez también fue elegido democráticamente (lo cual fue avalado por personajes como el ex presidente Jimmy Carter) y su gran pecado es no permitir que las grandes empresas petroleras extranjeras –entre las que se encuentran las peninsulares- se apropien del subsuelo venezolano, lo que –por cierto- no hacen los democráticos y modernos “cangrejos” que gobiernan México desde 1986.

Pero regresemos al México de la coyuntura provocada por la Revolución de Ayutla que trajo como consecuencia la caída de Santa Anna y el advenimiento de La Reforma. Haría falta alejarnos un tanto del terreno narrativo para plantear algunas digresiones.

[NB: El legado de esa época y que trasciende hasta nuestros días es haber forjado el esbozo de las tres fuerzas políticas principales: la derecha conservadora, la izquierda reformista y la izquierda transformadora. Ya el lector podrá identificarlas, tarea que le facilitaremos y sustentaremos, conforme nos acerquemos al tratamiento del Siglo XX. No será fácil, pues la cuestión no responde a esquemas rígidos: en periodos se aglutinan en un solo partido político y en otros se disgregan e instalan por igual en los tres institutos políticos más fuertes en estos tiempos].

Los Hombres (recurro a la razón que Erich Fromm da al empleo de la mayúscula: darle al sustantivo el carácter de especie) no pueden plantearse llevar a cabo acciones o tareas más allá de lo que las condiciones materiales le permiten. Condiciones objetivas, subjetivas, externas e internas que conforman el mundo de lo concreto: de lo que es. Las contradicciones –al momento del estallido revolucionario- se hubieron agudizado hasta un punto crítico en extremo; ahí estaban: evidentes, tangibles; mas, las condiciones que habrían de resolverlas aún no contaban con la fuerza determinante.

Las formas de existencia material y el modo en que se participa en la apropiación de los medios de producción son lo que determina –en lo general- las clases sociales. Ello, transpuesto en la cabeza de los Hombres es lo que conforma su ideología, su conciencia y su actuar político. Así, de una parte, el criollaje alimentó las clases sociales pudientes –la aristocracia terrateniente y los ricos comerciantes- y delineó la participación política que le favorecía: el partido que permitiría la preservación de ese régimen que les era favorable: el conservador. De otra parte, el mestizaje empobrecido y los indígenas despojados de su pasado, su presente e incluso su futuro. De otra más, el mestizaje resentido y oportunista que aprendió las primeras letras de la “chicanada” política durante el santanismo. Pero además existía el criollaje de las clases medias que, aunque en posición económica no apremiante, se mostraba inconforme con el sistema. La conciencia puede alterar su contenido clasista de origen cuando somete a una crítica despiadada el mundo que le rodea (y a ello apela Marx en sus tesis contra Feurerbach); así, por otro camino –la búsqueda de “lo racional”- el criollaje ilustrado de clase media forma fila, en lo político y un tanto en lo ideológico, con los pobres y los desposeídos.

Sí, desde mucho tiempo atrás, el pensamiento avanzado nacido en la Europa revolucionaria se había avecindado en México; pero ello de poco servía para una transformación del país mientras las contradicciones en la materialidad no se mostraran antagónicas. El freno estaba constituido por las formas de propiedad heredadas por la vieja España, la España dominada por los privilegios señoriales, la aristocracia terrateniente y el clero sostenidos con la fuerza de las armas, la ideología basada en el idealismo filosófico y las leyes a favor de las clases dominantes. Al principio de este escrito, recuérdese, referíamos que las profesiones más reputadas durante la Colonia eran, precisamente, las que permitían el sostenimiento de ese Estado: la milicia, la del sacerdocio y la abogadil. Cuando ese sistema empieza a fracturarse, es apuntalado con las vigas del santanismo: la corrupción, que permite, como dijimos, un reparto inescrupuloso de dádivas a condición de mantener incólume –tarea ya para entonces infructuosa- el muy deteriorado sistema basado en la concentración de la tierra en unas cuantas manos.

Las grandes transformaciones sociales no se generan en la cabeza de los Hombres; nacen en el estómago como resultado de la necesidad más primitiva y burda: el deseo de saciar el hambre; la propia y la de la prole. Alexander Von Humboldt, a principios de ese siglo había estado en México. Sus acuciosos estudios le permitieron afirmar que este era un país con grandes riquezas; pero, también, grandes miserias; y, aun, con un traslado de ambas situaciones a la distribución. El chovinismo de la época, sólo fijó su atención en lo tocante al primer considerando; de manera que hasta llegó a destacarse que la forma del territorio semejaba un “cuerno de la abundancia”. Pero en 1847, el “cuerno de la abundancia” se redujo a la mitad: Estados Unidos se quedó con el oro de California, el uranio de Nuevo México, y con las grandes planicies para cultivo (como no las hay en la agreste orografía de la mitad de territorio que se conservó) y el petróleo de Texas. Caro, muy caro, salió el precio por un periodo de 10 años (1847 – 1857) en que la defensa de la soberanía nacional dejó de ser una preocupación primordial. Y en esa coyuntura se presenta la Revolución de Ayutla (1855), la que representa el primer gran paso para el derrocamiento del viejo sistema. Mientras no existan las condiciones para transformar el sistema económico, como era el caso, los avances sociales tienen que mostrarse como luchas políticas por el control de La Máquina del Estado (aquí, en el sentido más cercano a la concepción engelsiana). Una vez que ello ocurra, y sólo hasta entonces, las transformaciones para cambiar el sistema económico que dé de comer a la numerosísima población hambrienta y andrajosa tendrán que surgir y aplicarse desde el poder del Estado. Y ocurre cuando la Revolución se hace gobierno y, en 1857, las leyes de Reforma se van sobre dos de los pilares superestructurales del achacoso modo de producción: los privilegios del clero y la milicia, y sobre la base económica misma: las formas de propiedad de la tenencia de la tierra.

Ahora bien, ¿cómo es que México, tan codiciado y lastimado por las armas y los intereses extranjeros puede llevar a cabo tales medidas durante este periodo sin que la coyuntura sea aprovechada por el exterior para una nueva invasión? Porque los Estados Unidos y Europa se encuentran en situaciones que son preludio de grandes problemas intestinos: La potencia del norte se debate en conflictos –en un principio, políticos- que amenazan con la preservación de su integridad territorial puesto que, como antes comentamos, dos modos de producción dificultaban la resolución de la cuestión nacional. Los estados Confederados (los sureños, de los que formaban parte los territorios arrebatados a México) estaban más arraigados en la agricultura y basaban su economía en el comercio con Europa, además de que utilizaban mano de obra esclavizada; mientras, los de La Unión (los norteños), ya eran industrializados y sus relaciones de producción se correspondían con las capitalistas, con mano de obra libre, proletarizada. Inglaterra, de donde habían llegado los fundadores de las trece colonias, había llevado a cabo mucho tiempo antes de la colonización el proceso de Acumulación Originaria del Capital. ¿Qué quiere decir este concepto? No es otra cosa más que la disociación entre el productor y el producto de su trabajo. Más claro: privar al productor de sus medios de producción, propios o usufructuados, para dejarle solamente en posesión de su fuerza de trabajo – sin ataduras, por fuerza, libre (por ello las revoluciones burguesas, como la francesa, planteaban como derechos inalienables la libertad de los individuos y la igualdad ante la Ley)- para que esté en posición de venderla. Los estados Confederados eran esclavistas y los de la Unión abolicionistas. Pero en virtud de lo expuesto, la Guerra de secesión (1861 – 1865) no se desata, como a menudo se pretende hacer creer, por cuestiones morales o basadas en una medida justiciera o de solidaridad con la población negra: es una necesidad económica, puesto que el modo de producción dominante requiere mano de obra libre, proletarios, (y habría que considerar que la población negra sumaba más de la tercera parte de los 11 estados sureños) para poder desarrollarse, y además para unificar el territorio: forjar una nación cohesionada social, política, económica e ideológicamente con los estados que fueron creándose a través del tiempo e, inclusive, los adquiridos en la guerra con México.

Europa se muestra desconfiada ante la llegada a la escena continental de Luis Napoleón Bonaparte, quien llega a la presidencia en 1848 y, merced a un golpe de Estado se convierte en Napoleón III, emperador de Francia (1852). En los años siguientes, vence a los rusos en Crimea (1856), invade Indochina (1858) y derrota a Austria (1859).

Aparte, desde 1848 (año convulsionado por insurrecciones populares) –a partir de la publicación de un pequeño libro que advierte: “…un fantasma recorre Europa”-, una nueva forma de pensamiento que, además, es una guía para la acción revolucionaria puesto que sus autores afirman en otro de sus escritos que “La filosofía no ha hecho más que interpretar el mundo cuando de lo que se trata es de transformarlo”, se convierte en otro motivo de preocupación en el viejo continente que permite a México dedicarse a atender sus problemas internos. Ese “fantasma” es el comunismo.

Sin embargo, México está muy lejos de experimentar la paz. Como mencionamos en el capítulo –o entrega- anterior, el gobierno de Juárez derrota a los conservadores en la Guerra de Reforma (o de Tres Años, 1857-1861); pero, éstos, adoradores del pasado y recordando a su guía intelectual –Lucas Alamán- y atendiendo a su mentor –el clero- inician gestiones para traer a México a un príncipe europeo para gobernarlo ante el caos que reina en el país dado –según ellos- por el triunfo republicano. La suspensión de pagos decretada por el presidente motivó la inconformidad y la amenaza de nuevas intervenciones por parte de España, Inglaterra y Francia aliadas para el propósito. Ello cae como anillo al dedo a las pretensiones de los conservadores levantados en armas bajo la consigna: “¡Religión y fueros!”.

Las tres potencias lanzan incursiones coligadas; al final, España e Inglaterra se retiran al amparo de negociaciones diplomáticas; pero Napoleón III ensoberbecido por los triunfos a los que nos referimos líneas arriba, decide hacer la guerra a México, en 1861, teniendo como perspectiva hacer del país una colonia francesa, capaz de enfrentar al poderío de Estados Unidos y, aprovechando la coyuntura de la Guerra de Secesión, instaurar un gobierno confederado títere (recuérdese que la antigua Luisiana tenía raíces francesas) con los mismos fines.

Así, los años de paz con el extranjero, aquellos que permitieron cimentar la transformación política y económica merced a la Revolución de Ayutla y las Leyes de Reforma, terminan. El conservadurismo y la Iglesia se frotan las manos.

Juan Nepomuceno Almonte, hijo natural del insigne insurgente José Ma. Morelos y Pavón, quien forma parte de la comisión que convence a Napoleón III de instaurar un nuevo imperio en México, comisión que finalmente ofrece la corona a Maximiliano de Habsburgo, regresa a México y al amparo del ejército francés se instala de facto como presidente de la regencia del gobierno del país en tanto se proclama el Segundo Imperio.

Reza un dicho popular: “El interés tiene pies”.

El gobierno de la República regresa a su carácter de itinerante; esta vez, ante la amenaza que representa la invasión francesa, el gobierno de la Unión estadounidense (el norte industrializado) apoya con recursos económicos y pertrechos de guerra a Juárez. Los antiguos enemigos de México, quienes le arrebataron la mitad de su territorio, ahora son sus aliados.

El poderosísimo ejército francés, orgulloso vencedor de los rusos, Indochina y los austriacos sufre su primer descalabro en Puebla ante un ejército (mejor dicho: el pueblo defendiendo su suelo) mal organizado y peor armado dirigido por el general mexicano Ignacio Zaragoza (nacido en Texas, cuando ésta pertenecía a México). Sin embargo, la derrota infligida a los franceses es transitoria pues, con la llegada de refuerzos, los invasores llegan a la capital en 1863 y se convierte en sostén de aquellos que reclamaban “¡Religión y fueros!”.

“¡Religión y fueros!” resuena en el hoy.

Dejaremos el abordaje del Segundo Imperio para la próxima entrega. Pero cerraré el capítulo con lo siguiente:
El día anterior al que esto escribo (tecleo el 19 de noviembre del 2007), tuvo lugar una reunión de la Convención Nacional Democrática, convocada por el líder de izquierda a quien la mitad de los mexicanos reconoce como su Presidente Legítimo –ya que presuntamente fue despojado del triunfo por el Tribunal Electoral de la Federación- Andrés Manuel López Obrador. Ante miles de partidarios reunidos en el Zócalo, plaza donde se encuentra Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana, se suscitó un incidente. Mientras hablaba doña Rosario Ibarra de Piedra (luchadora social quien perdió a su hijo durante la llamada “Guerra Sucia” que emprendió el Estado mexicano durante los años 70’s contra la disidencia política inscrita en la guerrilla) las campanas de Catedral sonaron, a todo vuelo, durante poco más de 10 minutos, lo que hizo casi inaudible el discurso de doña Rosario. Ello provocó la protesta de los asistentes al mitin; pero como López Obrador ha insistido en el carácter de resistencia pacífica del movimiento que encabeza, el asunto no trascendió más allá de cuando cesó el campaneo, salvo por un grupo incontrolado (entre los que, a este autor no le cabe duda alguna, se encontraban algunos provocadores) que irrumpió en el templo armando alboroto inconformes por el prolongado llamado a misa.

Por la tarde, los noticieros se encargaron de difundir la noticia dándole un cariz demasiado espectacular (a últimas fechas se han presentado hechos similares motivados por la presunta protección que el cardenal Norberto Rivera Carrera –quien, curiosamente, no ofició la ceremonia religiosa ese día- brindó a un sacerdote pederasta). Ante el incidente, el abad del templo amenazó con cerrarlo. El señor pretende olvidar que las Leyes de Reforma, la Constitución de 1857 y las leyes promulgadas en 1859 impiden al clero acciones como la pretendida pues las iglesias no les pertenecen puesto que están consideradas como propiedad de la Nación.

Más parece una provocación avalada por los modernos “cangrejos” del gobierno federal. La Iglesia hace la tarea en la cual –históricamente- es experta: azuzar a las masas católicas contra quienes considera los enemigos del clero; enemigos sí, pero no de la fe -ni de los creyentes-, sino de los privilegios económicos y políticos que aquéllos pretenden recuperar. La última vez que sucedió eso (el cierre de los templos) ocasionó lo que se conoce como “La Guerra Cristera”, durante el periodo presidencial de Plutarco Elías Calles en los primeros tiempos post revolucionarios. El Episcopado juega con fuego.

El clero pretende hacer creer que Benito Juárez nunca existió. Claro, quieren evadir las leyes pues saben que cuentan con el disimulo del gobierno de un moderno Félix Zuloaga –Felipe Calderón- que urge al país a entregar los recursos energéticos (petroleros y eléctricos) al capital privado nacional y –principalmente- al extranjero -ya no a un Habsburgo, sino a un Borbón- y a sus amigos norteamericanos.