Saturday, November 13, 2010

Una Lucha de Clases que ya Estalló en México

UNA LUCHA DE CLASES QUE YA ESTALLÓ.
Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Para los jóvenes mexicanos estudiantes de las carreras con más demanda en la actualidad impartidas en las escuelas particulares –las relacionadas con negocios internacionales, liderazgo gerencial, etc.-, al escuchar que alguien se refiera a “Lucha de Clases”, les evocará una pelea en el patio de su centro de estudios entre los integrantes de la clase de Finanzas contra los de Políticas Arancelarias. Algo similar significará para quienes, con maestrías y doctorados (tales como Derecho Canónigo) en el extranjero, dirigen los destinos político y económico (¡ah, y policial!) del país; con muy mal tino, por cierto.
No vamos a sumirnos en una serie de disertaciones teóricas sobre el particular; lo que importa aquí es hacer un enfoque del concepto desde su perspectiva material.
Veamos: uno de los ejes de gobierno de la administración calderonista, si no es que el prioritario, es el combate a los carteles de la droga y la delincuencia organizada. ¿Cuál es la táctica? Esgrimir el garrote para hacer valer –con muy deplorables resultados- la fuerza del Estado, para “…hacer prevalecer el Estado de derecho”. Muchos teóricos –y otros que no los son, pero que se dicen analistas- de la Ciencia Política suponen que tal es la principal tarea del Estado.
El mes pasado tuvo lugar en la capital de los Estados Unidos de Norteamérica la asamblea anual del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; en ella se advirtió el riesgo de que el mundo “…atestigüe el surgimiento de una generación perdida, agobiada por la falta de empleo […] y arruinará la perspectiva de vida de muchas familias, expuso la Organización Internacional del Trabajo”, dice la nota en un diario mexicano.
Atrasados en noticias, estos declarantes de la OIT, porque en México, como en otras partes del mundo, a partir de 1988 tales generaciones perdidas empezaron a gestarse al arribo de la tecnocracia neoliberal a las más altas esferas gubernamentales.
A fines de este mes de noviembre, se estará rememorando el primer centenario de la Revolución Mexicana. Pero, en esencia, no se sabe qué se tendría que rememorar: ¿acaso que a partir de ese 1988 se comenzó a derrumbar el edificio social surgido hace cien años? Echemos un vistazo.
Uno de los paradigmas de la Revolución –además de ser el que más sangre costó: un millón de muertos- y su producto más notable, la Constitución Política de 1917, fue dotar de tierra a toda la masa depauperada que surgió con la destrucción de un sistema económico que se basaba en la tenencia de la tierra en pocas manos cuyas relaciones de producción correspondían al feudalismo europeo, al que el historiador y economista Jesús Silva Herzog (quien años después elaboró los estudios de factibilidad que posibilitaron la expropiación petrolera en 1938) llamó “hacendismo”. Tal que dar la tierra a quien la trabaja –como expresaba la consigna de Emiliano Zapata- fue uno de los logros más significativos del movimiento social de 1910. Un acto de justicia social que esperaba turno desde la Colonia; y aún más allá: desde aquel año, 1521, en que los tenochcas fueron derrotados por la alianza de los conquistadores españoles, los pueblos indígenas sojuzgados por los primeros y la viruela, y paulatinamente despojados todos los indianos de sus tierras a favor de hispanos europeos y americanos.
Sin embargo, en 1988, cuando Carlos Salinas de Gortari llegó a la presidencia merced a un fraude electoral del cual todos los mexicanos guardan memoria, se empeñó en destruir lo que a la nación costó tantas vidas; promovió –en complicidad con un congreso que le era afín- las modificaciones constitucionales para que cada pequeño campesino y ejidatario pudiera tener en propiedad sus tierras –en sí su único medio de reproducir su existencia- y pudiera venderla si así le convenía. El gobierno tenía en mente crear un modelo agrícola que fuera “productivo”, ya que se consideraba que el ejido y la pequeña propiedad sólo propiciaban el autoconsumo. Miopía económica que no percibía que en un país pobre el autoconsumo –al menos- liberaba de presiones a la economía y a la sociedad en su conjunto de males mayores como los que se presentan hoy en día: grandes sectores de la población sin perspectivas de futuro al quedar sin el único medio que les permitía la subsistencia.
La ilusión del dinero en “fast track” para quien nunca lo había tenido duró tan poco porque igual de “fast” se lo gastaron quedando sin tierra y sin dinero. Peor aún: los que la conservaron pronto se vieron arruinados, pues –otra gracia del gobierno de Salinas- fue firmado el TLC con lo que los pequeños productores no pudieron competir con los costos de producción de los productor del campo de allende las fronteras, los cuales eran subsidiados en su país de origen. El campo mexicano empezó a poblarse de fantasmas y a sumirse en el abandono. Ante la necesidad de ganarse la vida, empezó la emigración hacia los Estados Unidos d Norteamérica en busca de trabajo y otros más se lanzaron en masa a las ciudades en calidad de desposeídos, a engrosar los ya de por sí grandes cinturones de miseria.
Y a final de cuentas, una inmensa masa de depauperados, creadas por las ilusorias políticas económicas del neoliberalismo implantadas por Carlos Salinas de Gortari, se convirtieron, propiamente, en ejército de reserva, literalmente lumpen. Ahí estaban ya las “generaciones perdidas” que la OIT “augura” para un futuro posible; sólo que el “futuro” ya está aquí. “Generaciones perdidas” que constituyen el inmenso ejército de reserva –en otro sentido, no marxista- del narcotráfico. El riesgo es alto, pero la necesidad de subsistir todo lo vale.
Así pues, el poder y sostén del narcotráfico en México hay que situarlo como un problema social emanado –en gran medida- de derrumbar uno de los pilares de la Revolución Mexicana. No es, como hoy afirma el presidente, elegido en tribunales, Felipe Calderón un problema netamente delincuencial. Miope, junto con su gabinete de corruptos e ineptos y otros tantos “intelectuales”, no cae en cuenta de que representa el estallido de la lucha de clases; sólo que tal explosión no ocurrió como en la forma que muchos despistados pseudo marxistas consideran “clásica”: el proletariado contra el Estado burgués. ¿Y por qué no fue el proletariado el protagonista? Porque el movimiento obrero organizado (léase: los sindicatos) en México ha sido largamente contenido, mediatizado a través de centrales obreras y campesinas controladas desde las esferas de gobierno del Estado. Siendo de esta manera, el origen del estallido se gestó más abajo, en los sin trabajo: en el lumpen. Un lumpen cuya única forma de existencia material es afiliarse a los ejércitos del narcotráfico, a los carteles de la droga. Un lumpen que alimenta y sostiene una organización tan compleja con estructura piramidal que va desde el proveedor en mínima escala hasta los grandes capos.
Calderón se engaña, o quiere engañar, al pueblo que mal gobierna y a los gringos que le urgen a terminarles la tarea (“…y los gringos son muy pendejos”, Carlos Fuentes dixit) cuando presume de gran logro el aseguramiento de arsenales y droga (habría que sospechar que son “sembrados”), y de que apresó a tal o cual capo importante: detrás hay miles para sustituir a los caídos; todos con afán de ascender en el amplio escalafón de las organizaciones, porque no tienen otra forma de existencia ni razón de ser (en el sentido ontológico).
Lumpen en toda la extensión de la palabra, que no ha tenido la oportunidad de la mínima educación formal. Así se explica su crueldad y su absoluta falta de respeto, en sentido literal, por la vida humana.
Sin más: la escalada del narcotráfico es un producto del neoliberalismo implantado a ciegas en nuestro país por Carlos Salinas de Gortari y su mafia de millonarios y políticos. Un producto del desarrollo capitalista en una fase de crisis que no encuentra salida, no un asunto delincuencial.
En el Capítulo XXIV de El Capital, Carlos Marx narra cómo se desalojó, en Inglaterra, a los pequeños campesinos con la doble finalidad –consciente o no, es lo de menos- de apropiarse de sus tierras para destinarlas al pastoreo (en esa época la industria en boga requería de la lana de las ovejas) y –de otra parte- para crear un ejército de desocupados que no tuvieran más forma de subsistencia que convertirse en vendedores de su fuerza de trabajo, en asalariados. En México, este despojo disfrazado (las modificaciones constitucionales referidas en las líneas primeras) creó, igualmente, un ejército de desocupados que la economía nacional no podía absorber, por lo que -¡maldita sea esa necia e insana “costumbre” de comer!, lo que digo en el peor irónico de los sentidos- no hubo más camino, para muchos –pero muchos- miles de mexicanos, que irse de “mojados”, engrosar las filas del narco o morirse de hambre. La lucha de clases ya es evidente; reventó.
Hoy, que la otra guerra –la global- a la que aludí al final de mi libro Bicentenario: Obsesivos Siglos Circulares (guerra de 5ª generación) se hace patente (la Fed emitió 600 mil millones de dólares “patito” para apuntalar la insolvente banca norteamericana y con el fin de desestabilizar monedas “enemigas”), la situación para México se torna aún más crítica por la desmesurada dependencia de nuestra economía con la “apaleada” política económica de Obama.

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