Tuesday, July 15, 2008

Para Entender el México de Hoy (Parte 19)

CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO.

(Parte XIX)

Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Los jóvenes revolucionarios que habían participado en el fallido asalto al Cuartel de Moncada partieron a México; ahí fueron detenidos y puestos a disposición de las autoridades migratorias por no cumplir requisitos que la legislación mexicana exige a quienes proceden de otras naciones y se encuentran sobre suelo nacional; no se les fincó responsabilidad alguna por sus actividades encaminadas a derrocar a la dictadura pro yanqui que gobernaba su país de origen, actividades que el gobierno mexicano no ignoraba.

El ex militar Fernando Gutiérrez Barrios, encargado de detectar y combatir desde las instancias gubernamentales a los grupos llamados “subversivos”, encarnaba –en lo individual- la política que el gobierno practicaba –en lo social- hacia los movimientos democráticos y de izquierda de diversos matices: intolerancia ante los brotes internos y desentendimiento (y a veces simpatía o complicidad discreta) hacia los externos. Fingía ignorar que desde las costas mexicanas se preparaba una invasión a Cuba.

Arriba dije: “intolerancia ante los brotes internos…”; sin embargo, la intolerancia también era selectiva. Nadie podría negar que connotados hombres de izquierda, comunistas, sobre todo en el área intelectual y artística gozaron del apoyo del gobierno para la difusión de su obra y jamás fueron sujetos de persecución: Diego Rivera, quien alojó a perseguido Trotzky en su casa, plasmó gran parte de su arte en los muros de edificios que albergaban dependencias de gobierno. David Alfaro Siqueiros, quien planeó y llevó a cabo una intentona de asesinato contra el mismo personaje de la Cuarta Internacional, salió airoso del suceso; y no fue sino hasta años después, cuando el Estado mexicano se endureció que pisó la cárcel. Los hermanos Revueltas –salvo el menor, José, el escritor, quien hacia sus últimos años de vida se “preciaba” de haber pasado más tiempo preso que en libertad- jamás fueron perseguidos por su militancia comunista. Pero la fortuna de los artistas “mayores” no fue compartida por varios periodistas, dirigentes obreros, estudiantiles y campesinos que fueron a parar con sus huesos al “palacio negro” de Lecumberri (el mayor centro penitenciario del país, hoy sede del Archivo General) y –como en el caso del dirigente campesino Rubén Jaramillo- a sitios para el descanso eterno, víctimas de asesinatos dictados desde las más altas esferas de gobierno.

Pero volvamos. El primero de enero de 1959, el presidente cubano Flulgencio Batista abandona el país. El movimiento revolucionario ha triunfado. Conforme la revolución se va consolidando, va afectando intereses económicos del gran capital tanto nacional como extranjero, principalmente, norteamericano. Y aunque por todo el orbe se manifiestan movimientos independentistas y anti imperialistas –pacíficos y armados- los Estados Unidos de Norteamérica no están dispuestos a soportar a un enemigo a unos cuantos kilómetros de sus fronteras (amén de que, en lo interno, enfrentan un fuerte movimiento contra la discriminación racial, y en lo externo una guerra en Asia); comienzan a apoyar y financiar a grupos cubanos anti revolucionarios para recuperar sus privilegios e intereses en la isla.

El dirigente revolucionario Fidel Castro se declara “marxista- leninista” y Cuba se muestra como el centro de la disputa entre dos mundos: el socialista y el capitalista. Y, específicamente, la pugna entre los Estados Unidos y la URSS, la que alcanza niveles insospechados en la llamada Crisis de los Misiles durante la cual se pone en peligro la propia subsistencia de la especie humana sobre la Tierra. El presidente John Kennedy lanza un demencial ultimátum –demencial en el sentido de no alcanzar a comprender lo que significaría desatar una guerra atómica- y Jruchov cede: retira los misiles de Cuba; no así su apoyo político, económico, técnico y militar no atómico.

Todo ello se traduce en dos consecuencias: por un lado, crece la influencia ideológica del socialismo en los países dominados por el imperialismo; por el otro, el endurecimiento de las políticas contra los llamados movimientos subversivos, principalmente en América Latina. Desde luego, en México.

Los Estados Unidos mandan “ayudas” económicas a toda Latinoamérica para aletargar las inconformidades sociales y el espectro del mal ancestral: el hambre y las enfermedades. Pero también remiten “ayuda” militar para preservar el orden (sus intereses económicos). Por toda América Latina (y en Asia y África) surgen movimientos guerrilleros; pero también asesores militares y agentes de la CIA.

En México se dan dos vertientes de lucha. Una, citadina y de la clase media ilustrada, que cree que los cambios sociales aún pueden darse dentro de los cauces –llamémosles- legales; se creía que por haber tenido lugar revolución con fuerte esencia anti imperialista (la de 1910) y por haber en el grupo gobernante gente de pensamiento avanzado los cambios podrían darse mediante la organización y presión social y el reclamo de derechos establecidos en la Constitución emanada de aquella revolución. La otra vertiente, campesina, con una visión más pragmática que ideológica, hacía mucho que había dejado de creer que se le haría justicia: 500 años de experiencia lo constataban. Aquella revolución se había hecho en su nombre y sin embargo continuaban –como continúan- siendo los condenados de la tierra desde 1521; los que se encontraban en medio de una lucha perenne entre criollos y mestizos tal y como había sido desde aquel lejano 1810. Ellos, los indígenas, que ocupan el último estamento de la pirámide social construida con la argamasa de dos instituciones, una venida de la Europa feudal y otra autóctona precolombina: el vasallaje y el cacicazgo. Para ellos no hay más camino que la guerra endémica.

Así que en el México de la década de los sesenta confluyen una serie de factores externos e internos, y en estos últimos se generan contradicciones de diversos matices que inciden en lo social y lo económico y determinan lo político.

Destinamos un buen espacio de estas reflexiones para resaltar el carácter preponderante del capitalismo monopolista de Estado a partir de la expropiación petrolera; luego, se adquiere la electricidad, los transportes férreos, la industria del acero, minas, transporte aéreo, teléfonos, etc. Insistimos en que en esta forma de economía la apropiación de la plusvalía es social, en tanto que en el capitalismo de libre empresa –el clásico- la apropiación es netamente privada. Y a cada una corresponde una forma de hacer política, pues ésta no es sino la forma en que se manifiestan los intereses económicos de clase en cuanto asunto de poder.

En el norte del país empiezan a consolidarse poderíos económicos privados (agrícolas, ganaderos e industriales) que entran en franca contradicción con el carácter monopolista del Estado mexicano. El presidente de la República es Gustavo Díaz Ordaz, un anti comunista furibundo, muy católico, a quien hoy se tiene identificado como agente de la CIA desde su encargo como Secretario de Gobernación (Ministro del Interior) en el sexenio anterior y que –sin embargo- se sujetaba al tipo de economía practicada por el gobierno (extraño contrasentido), se encontraba a poco más de la mitad de su mandato; como se dice en México, “el gallinero comenzaba a alborotarse” con la sucesión presidencial y los grupos emergentes mencionados al principio del párrafo buscaban un ariete que los condujera al poder político. Sin embargo, en el partido de Estado (el PRI) se dudaba entre la continuidad y la reforma, puesto que el edificio del “milagro mexicano” en lo social mostraba desde años atrás fuertes grietas: huelgas de trabajadores legítimas declaradas ilegales, movimientos sociales reprimidos, restricción de libertades; perseguidos y presos de conciencia. El gobierno justificaba tales acciones amparándose en una legislación de coyuntura aprobada en tiempos de la Segunda Guerra Mundial para impedir la infiltración fascista y que nunca se derogó. Se tipificaba como “delito de disolución social”, ahora se utilizaba como arma para combatir a quienes –según criterios de la CIA y funcionarios mexicanos serviles- eran comunistas, que lo mismo pudiera ser alguien sorprendido haciendo una “pinta” contra la guerra en Viet Nam, un manifestante contra el alza de tarifas de los autobuses urbanos, un militante del Partido Comunista “por habérsele encontrado en posesión de propaganda comunista”, o un huelguista que se resistía a acatar un dictamen contrario a sus demandas laborales.

En ese ambiente en que inciden factores internos y externos, el 26 de julio de 1968, durante la conmemoración del movimiento emancipador cubano, los sectores más reaccionarios insertos en el gobierno mexicano y los grupos económicos ansiosos de poder aprovechan la confluencia de una marcha convocada por grupos estudiantiles universitarios y el Partido Comunista Mexicano con otra de menor participación, convocada por una central estudiantil afín al gobierno, que protestaba por la intromisión de la policía –días antes- en una escuela politécnica por un asunto de disputa callejera con alumnos de una escuela particular. Las autoridades policiales inventaron –literalmente, inventaron, pues no sucedió así- que las dos manifestaciones se enfrentaron por lo que se hizo necesaria su intervención para restablecer la calma (que ellos, los granaderos, rompieron a golpes de macana). Se allanó la sede del Partido Comunista y se exclamó con simulada sorpresa que “se encontró propaganda comunista” (lo sorpresivo hubiera sido encontrar ejemplares de la Santa Biblia y de El Sermón de la Montaña, ¿no cree usted apreciable lector?).

Como en esos días no existía en México prensa opositora (el papel periódico era parte del monopolio estatal), salvo contadísimas excepciones que se podían contar con los dedos de una sola mano (y sobraban dedos), al día siguiente se comenzó a difundir que México formaba parte de una conjura comunista internacional y que la víspera había sido detenida.

En los días siguientes se fue organizando la huelga estudiantil general (Universidad Nacional Autónoma de México y el Instituto Politécnico Nacional) a la que se fueron sumando otras escuelas superiores y uno que otro sindicato menor independiente, ya fuera con carácter activo o que manifestaron su solidaridad.

Se había destapado la caja de Pandora del sistema político mexicano.

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