Para Entender el México de Hoy (Parte 21)
Contribución al Estudio del Hoy en la Historia de México.Por: Gabriel Castillo-Herrera.
BICENTENARIO: OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES.
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En los años cercanos a la última década del siglo IX, Joseph M. Schnaider, empresario cervecero de San Luis Missouri, arriba a Monterrey para conocer el centro de distribución que su padre tenía en esa ciudad. Allí se entrevista con los empresarios Isaac Garza, José A. Muguerza, Francisco Sada y José Calderón (quien, a la postre, ya era su socio en uno de los negocios comerciales más exitosos del norte del país). Pronto se asocian para fundar una fábrica de hielo y cerveza; poco después nace la Cervecería Cuauhtémoc.
No tendría nada de particular este tópico, puesto que en otros lugares del panorama nacional también se elaboraba cerveza; sin embargo -y por ello tuvimos que preceder el párrafo anterior con un largo preámbulo- lo definitorio en la diferencia de estos empresarios neoleoneses con los del resto de la República era el modo de producirla. Y al decir “modo” no me refiero solamente a cuestiones relacionadas con la técnica, sino a una serie de implicaciones de tipo social, económico, político y hasta de concepciones ideológicas, que se identificarían, propiamente, con lo que se enmarca dentro de lo que hemos mucho insistido en llamar –siguiendo a Marx- “Modo de Producción”.
Mientras que en otros lados de la geografía nacional esta bebida se elaboraba en forma más o menos artesanal, los empresarios norteños –por su cercanía con los procesos industriales norteamericanos y su sociedad con el mencionado Schnaider- se alejaron de los viejos procedimientos; más aún, comenzaron a generar industrias que giraban en torno a la producción del elíxir. Así, en un periodo que comprende dos, o tres, generaciones del Clan Garza (principalmente quien se convirtió en el nuevo patriarca, uno de los hijos de Isaac Garza: Eugenio Garza Sada) y sus socios, crean un verdadero trust capitalista, varios holdings: fábrica de vidrio (botellas para envasarla), fábrica de cartón (para empacarla y trasladarla), fábrica de hojalata (para tapar la boca de las botellas), un banco para financiarse y hasta un instituto tecnológico para preparar a sus técnicos. Y otro pilar de la industria neoleonesa: La fundidora de hierro y acero. Como algunas materias primas utilizadas para los procesos industriales regiomontanos se obtenían fuera de la geografía estatal, otros sitios cercanos –y aun lejanos- resultaron ser beneficiados. Así, el desarrollo económico de Monterrey fincado en la industria cervecera, se convirtió en disparador de la economía norteña en su conjunto.
La diferencia la hizo la concepción acerca de la forma de la creación y apropiación de la riqueza. Mientras que los favoritos del viejo dictador, Porfirio Díaz, se corresponden con los vetustos regímenes sostenidos por la aristocracia terrateniente, los nuevos empresarios (cuyo hombre fuerte, políticamente, fue un militar fiel a la persona del dictador: Bernardo Reyes, quien gobernó con mano dura –a la usanza de su jefe- Nuevo León desde 1885 a 1909, con tan sólo una interrupción de dos años) se identifican con la burguesía ascendente por los motivos y referencias que dimos al final del capítulo anterior.
Hemos visto a lo largo de este escrito que las disputas en el terreno económico –aquí, la guerra entre el pulque y la cerveza- se dirimen en el terreno político.
Cuando Porfirio declara que está listo para dejar que México acceda a la democracia y ceder su sitio a nuevas caras y estilos de gobernar, Reyes forma su propio club (no existían los partidos políticos propiamente dichos) para postularse como sucesor del dictador. Pronto descubre que éste, en realidad, no está dispuesto a dejar el poder y tiene que autoexiliarse. Cuando el primero es depuesto por la revolución maderista, y con ello se propicia la derrota de los aristócratas terratenientes (sector donde se encuentran los empresarios pulqueros), Reyes regresa al país sólo para ser apresado. La contrarrevolución huertista auspiciada por la embajada de los Estados Unidos lo libera, durante la “Decena Trágica”, tan sólo para que ensoberbecido por su prestigio se sitúe, montado en su corcel, frente a Palacio Nacional creyendo que su sola presencia bastaría para que los defensores entregasen sus armas; pero de una de ellas sale el disparo o la ráfaga que le siega la vida.
Así que el hombre que apadrinaba a los nuevos empresarios cerveceros norteños, o al menos quien daba cobijo a sus aspiraciones no pudo cumplirles. Pero la revolución triunfante, sin proponérselo, sí. Sí, porque le quitó a sus oponentes (los empresarios de viejo cuño y una forma de producción que representaba un freno para fomentar el desarrollo moderno de la economía) y forjó una nueva realidad económica que permitiría el desarrollo de la industria, la creación de mano de obra asalariada y también de un mercado interno. De esta manera se resolvió la Guerra entre el Pulque y la Cerveza.
Guerras de este tipo, que no hacían más que mostrarse no más allá que pugnas entre dos regímenes económicos y políticos –uno agotado y otro en ciernes- hubo varias, como la de comerciantes y empresarios textiles forjados en la más pura escuela fourierista –socialistas utópicos, como los llamó Marx- que formaron parte del maderismo, (como Leopoldo Hurtado Espinosa, quien como diputado se opuso a aceptar la “renuncia” de Madero cuando Victoriano Huerta lo había apresado) porque el viejo régimen no permitía el desarrollo de formas nuevas.
Sin embargo, para nuestro estudio, la guerra en que la industria cervecera surgió como vencedora es la definitoria; la que en la segunda mitad del siglo pasado, con todo su poderío económico y sus aliados, vuelve a entrar en conflicto ya no con los resabios del pasado sino con el capitalismo monopolista de Estado y otro tanto con la burguesía parasitaria emanada de la misma Revolución. Es el enfrentamiento entre dos maneras distintas y antagónicas de apropiación -y distribución- de la plusvalía. Es cuando, dijimos, “…se había destapado la Caja de Pandora del sistema político mexicano”.
Emprendamos el sinuoso camino de regreso a ese punto.
No basta pues con responsabilizar solamente al gobierno mexicano en turno de su respuesta a los conflictos sociales de los años 60 y próximos siguientes, entre ellos el movimiento social –no sólo estudiantil- de 1968. Sería una visión simplista y reduccionista. Hemos dicho que se empezaban a mover los hilos de los que pendían los personajes del guiñol de la sucesión presidencial. Ello no se circunscribía a un mero acto político, sino económico en dos vertientes: interna y externa.
Se agudizaban las contradicciones, pero no se mostraban evidentes.
EN LO POLÍTICO.
En el terreno de lo político (dentro del mismo gobierno de un solo partido: el PRI) había un enfrentamiento entre dos concepciones: una que pretendía perpetuar el Estado monolítico, detentador de la violencia, que ejercía la represión como contenedor de una ya frágil “paz social” que se empeñaba en negar los brotes de inconformidad que provenían de diversos ámbitos de la sociedad mexicana; otro que empezaba a dar visos de querer dar paso a cambios que hicieran posible un tránsito a una sociedad más abierta, más tolerante, más –como hoy se dice- “democrática”, un gobierno menos autoritario que permitiera hacer efectivas las garantías individuales consignadas en la Carta Magna y que –inclusive- diera paso a la participación política de la oposición.
La posición primera –porque se sentía obligada, por convicción, por conveniencia o por las circunstancias geopolíticas, a permanecer dócil a las políticas de Washington por pertenecer al área de influencia del mundo occidental-, se inscribía en la situación que prevalecía en toda la América Latina (controlada por el imperialismo norteamericano mediante la disimulada aprehensión y coacción por medio del capital, los empréstitos, el envío de divisas); desde luego, con la notable diferencia de que aquí no había dictadura militar (gracias a una revolución que sujetó al poder militar al Poder Ejecutivo); diferencia derivada de una economía sui géneris que le permitía a México cierto margen de independencia.
La otra posición, que consciente de esas diferencias, consideraba que podía aprovecharlas para efectuar los cambios que consideraba necesarios para mantener el país en calma. Creía que se podría hacer porque, después de todo, las voces que desde el senado, la embajada y el Departamento de Estado estadounidenses resonaron (desde el periodo Callista hasta el de José López Portillo) en el sentido de que México era un país pro comunista nunca lograron hacer que se vislumbrara la amenaza de una nueva invasión o de que se implantara una dictadura militar obediente al país del norte. Fueron pura verborrea paranoide; aunque no así la intervención soterrada a través de la CIA, que sujetaba a los secretarios de gobernación (hay evidencia de, por lo menos, dos que posteriormente llegaron a ocupar la presidencia: Díaz Ordaz y Luis Echeverría) por ser los responsables de la política interna y de detectar “grupos subversivos” que representaran una amenaza contra el llamado “Mundo Libre”. No sólo era posible sino obligado llevar a cabo cambios puesto que existía inconformidad sindical (largamente contenida y controlada por líderes corruptos enquistados en la CTM) en diversos gremios –traducida ya en resentimiento social- cuyas acciones anteriores habían sido cortadas a sangre y fuego (médicos, maestros y ferrocarrileros); se tenía noticia de actividad guerrillera ya no sólo campesina (llevada a cabo desde siempre por los eternos olvidados), sino que había surgido de sectores medios de la población (los estudiantes universitarios) que fueron lanzados a la lucha armada clandestina ante la cerrazón del Estado que se negaba a abrir espacios mínimos de inconformidad dentro del marco de la institucionalidad. Estallar una huelga, realizar una “pinta” en contra del gobierno constituían de facto un delito que, a la luz de la ley, podía considerarse una transgresión de la misma al tipificarse como “disolución social” (una ley de emergencia dictada durante el gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho so pretexto de detener la intromisión del nazismo en México durante la Segunda Guerra Mundial –recuérdese lo que dijimos en relación al “telegrama Zimmermann”- que nunca se derogó y sirvió después como arma política para penalizar cualquier tipo de disidencia y condenarla a la ignominia en los pabellones del Penal de Lecumberri, en las prisiones improvisadas y clandestinas de las procuradurías de justicia (o quizá deba decir: “de ajusticiamiento” ) y, en extremo, a la desaparición forzada o la muerte). Protestar contra el alza del costo del transporte público o en contra de la participación norteamericana en la guerra de Vietnam eran considerados delitos menores que sólo merecían la aplicación de la ley del garrote, aunque el asunto se complicaba si a alguno de los manifestantes se le ocurría incurrir en el terrible desacato que constituía militar en el Partido Comunista Mexicano, partido proscrito por el simple hecho de contener esa segunda palabra y la imagen de la hoz y el martillo en su membrete, no por sus acciones políticas. Ante esa clausura de espacios de disidencia surgieron múltiples grupos armados: porque no había otro camino. Para la segunda postura dentro del gobierno, la mencionada al principio de este largo párrafo, sí lo había: generar espacios institucionales para la disidencia como mecanismo de defensa para contener el resentimiento social largamente reprimido con la violencia del Estado.
La mayoría de los analistas o comentaristas del ’68 quieren ver, o no ven más allá, un Estado monolítico que practica la represión. Ello sólo responde a esquematismos. Los cambios sociales habidos en los recientes tiempos no podrían explicarse –así- mas que por artificio de la voluntad; pero los cambios sólo se explican como la síntesis de un proceso de lucha entre dos o más fuerzas contrarias (no sólo los sociales, sino los de toda índole) que habitan en el mismo seno y que responden, una al viejo orden caduco y otra a lo nuevo emergente.
Concluyendo: estos dos grupos entrarían en conflicto ante la sucesión presidencial y, específicamente, en 1968. Pero, insistimos, las posiciones políticas derivan de lo trataremos enseguida:
EN LO ECONÓMICO.
Los detractores de la propiedad estatal argumentarán que el capitalismo nació y creció en los países desarrollados gracias a la libre empresa; pues así sea, pero en México –y en el tiempo en que apareció, ya hemos dicho: a resultas de la Revolución Mexicana de 1910- devino como monopolista de Estado por NECESIDAD, porque no había más que unos cuantos capitalistas (volvemos al asunto poblacional: sólo el 20% era citadino; era un mundo estrictamente agrario en que la fuerza de trabajo, capital variable, se encontraba cautiva). Tal que el Estado resolvió, a favor de las nuevas generaciones de empresarios, La Guerra entre el Pulque y la Cerveza. Así mismo, tuvo que asumir la tarea de llevar al país a otra etapa del desarrollo humano, que así es como debemos de entender el tránsito hacia el capitalismo y no como lo consideran ciertos grupos de “izquierda” echando mano de esquemas pseudo marxistas. De tal forma, la libre empresa creció -y obtuvo poder político- a expensas del Estado.
En vísperas de la renovación de la Presidencia de la República, cuando estaba por fenecer el periodo de Gustavo Díaz Ordaz, los grupos empresariales norteños y, su punta de lanza, el grupo Monterrey, habían adquirido una fuerza inmensa que no se conformaba con recibir favores del Estado para su crecimiento: había que posesionarse de él; hacer –como diría Vicente Fox 38 años después- un gobierno de empresarios y para empresarios. Había que disminuir y desarticular al oponente: la propiedad estatal. Y para ello contaban con sus muchos bernardoreyes redivivos, tanto entre los hombres de la política como entre los militares (con el ánimo golpista que pululaba en el resto de América Latina) e intelectuales (lucasalamanes de bolsillo). Además, los abad y queipo y la CIA que veía con simpatía y ponía en práctica sus buenos oficios para desestabilizar a un gobierno que veía como procomunista (ante la coyuntura forjada por la Revolución Cubana, ciertos sectores republicanos creían que el abasto de petróleo a Norteamérica era más seguro si el energético estaba en manos de particulares y habría más oportunidades de rehacerse de él, tal como lo vislumbran en el presente con el gobierno calderonista).
El pasado contra el presente. Con la palabra “presente” no aludo a quienes detentaban el poder político en ese momento –identificados con el grupo que propugnaba por continuar personificando un Estado represor que, al fin y al cabo, también representaba al viejo orden- sino al capitalismo monopolista de Estado y a las fuerzas políticamente progresistas o, al menos, aperturistas.
Partiendo de una perspectiva económica, también se enfrentarían el pasado contra el presente; porque el reparto social de la plusvalía va un paso delante de la apropiación privada de la misma en un país que no ha logrado abatir las inicuas diferencias tan abismales en casi 500 años.
El panorama pintaba a otros sectores a quienes lo mismo daba que la economía la manejara el Estado o los sultanes de iniciativa privada; su vida dependía del parasitismo: crecer a expensas del gobierno. Desde luego, nos referimos a la burguesía emanada del seno mismo de “La Familia Revolucionaria” que creció a la sombra del poder político y que formaron “grupos” regionales (como el que hoy responde al apelativo de “Grupo Atlacomulco”, grupo que forjó su poder sirviendo a la causa de avilacamachismo y luego el alemanismo a fin de liquidar políticamente al cardenismo y enriquecerse a partir de la obra pública). También, entre estos sectores, se encontraban los sindicatos afiliados a la CTM y el llamado “Cuarto Poder”: la prensa, la cual se encargaba de informar o callar lo que a aquél convenía para que el país siguiera en calma; una calma ya ficticia.
Así, los 14 centavos que regresaba la federación (de cada peso que mandaba la próspera ciudad neoleonesa) trataron de detener la fuerza de la NECESIDAD. Se inconformaban –argumento fútil, si consideramos que vivimos, en teoría, bajo un sistema federalista- porque una buena parte de los 86 centavos restantes se enviaban a entidades como Guerrero o Oaxaca (donde la miseria y el poco desarrollo han prevalecido desde antes de que México se forjara como Nación).
Había que adueñarse de “La Máquina del Estado”.
Así que la “conspiración comunista” surgida el 26 de julio de 1968, a raíz de una marcha para conmemorar el asalto al Cuartel de Moncada batistiano por el grupo guerrillero castrista, sólo fue la punta del iceberg, deformada, de un enfrentamiento entre –dijimos- el presente, el pasado que se debatía dentro del partido de gobierno por la sucesión presidencial y por ende el rumbo de la economía del país. Había que dejar claro que el, en aquel entonces, grupo gobernante no era capaz de contener una inconformidad social, que era inepto (en verdad lo era); pero el grupo gobernante quiso demostrar que sí podía hacerlo amparado en la ley (apeló al cumplimiento de sus acciones de gobierno para combatir el delito de “disolución social”, ya referido) y lanzó una pronta y muy desmedida represión –inicialmente con la policía antimotines (granaderos) y después con el ejército- contra los jóvenes (estudiantes o no), el Partido Comunista Mexicano, maestros universitarios y politécnicos, periodistas no alineados con “el embute”.
No vamos aquí a describir una relación de hechos del 26 de julio al 2 de octubre de 1968. No es el objeto de esta serie de reflexiones; al fin y al cabo ya el periodismo histórico reciente se ha afanado, con éxito, en descubrir y relatar lo que en aquellos tiempos sólo podía conocerse por medio del rumor, de los volantes mimeografiados y por unos pocos medios informativos impresos, a los que se les retiraba la posibilidad de continuar mediante la suspensión de entrega de papel y persecución de los editores responsables de las publicaciones. Importa, aquí, hacer notar que si antes las violentas luchas por el poder, que llegaron a expresarse como crimen político, se dirimían en el seno del grupo de la revolución triunfante (poder vs. poder) y luego dentro del partido y las cúpulas económicas y militares (desde el poder en ascenso al poder en declive); mas en ‘68 se extrapolan a una parte de la sociedad sacrificando al estudiantado, en el ara de los intereses políticos y económicos en pugna y en frágil equilibrio dentro de la institucionalidad, con el hacha expiatoria de la legalidad: del Delito de Disolución Social. Al primer estilo se deben las muertes de Zapata, Villa, Carranza; al segundo, la de Obregón y otras menos conocidas imputables a Maximino Ávila Camacho y Gonzalo N. Santos; son directos al oponente. El tercero es indirecto pero devastador para la sociedad porque se aplica a un sector de la población inerme que ni siquiera forma parte de alguno de los polos de la disputa principal; pero se le encaja –a fuerza de la mentira- bajo el garlito de “conjura del comunismo internacional”, cuando que el único elemento internacional interesado es nada más y nada menos que la CIA, en su perenne intento –como hemos visto y reiterado- de desestabilizar el país para sacar el mejor provecho; y, según la coyuntura global del momento, aislar por completo a Cuba.
Oscura lucha entre el presente y el pasado, representados en el ‘68 –como en otras épocas- por los virtuales nuevos criollos ilustrados y los nuevos mestizos contra el nuevo criollaje retardatario deseoso de asirse al poder. Como en la lucha por la Independencia, como en la Revolución de Ayutla y la Reforma, como en la Guerra de Tres Años, como en la Revolución de 1910. Como hoy, que con absurdo entusiasmo se preparan los festejos del Bicentenario. Obsesivos siglos circulares.
Tres formas económicas contradictorias: el Capitalismo Monopolista de Estado, un capitalismo privado surgido de la forma clásica y otro, también privado, crecido a expensas del Estado.
Así fue, sólo que en el mismo cuerpo del grupo gobernante también la lucha se agravaba. Consciente o inconscientemente se defendía el capitalismo monopolista de Estado por ser herencia de la Revolución y patrimonio del país; pero se hacía con visiones bien distintas. El titular del Poder Ejecutivo, furibundo anticomunista, fue (ya dijimos) el más brillante discípulo político del hermano mayor del “presidente caballero”, cuya ansia de poder sin límite lo llevó a cometer excesos (por decirlo de manera sutil) como mandar asesinar a quienes representaban un obstáculo para sus aspiraciones sucesorias y para el presidente, como se afirma en algunos textos, ordenó victimar a Alfredo Zárate Albarrán, gobernador del Estado de México de filiación cardenista, para escarmiento del grupo de gobernadores que él encabezaba. Esa, la de los Ávila Camacho, era la escuela de Díaz Ordaz y su séquito –la del combate al agrarismo, la de la protección a caciques, la de la enemistad con sindicatos independientes, la del combate a la izquierda, la de la intolerancia, la de la violencia ejercida desde el Estado y la de la cercanía con el Episcopado y ordenes religiosas poderosísimas (no sólo desde el punto de vista religioso, sino económico) que empezaban a instalarse en México-. La otra cara de la moneda dentro del gobierno era la herencia y resabios cardenistas, la devenida del liberalismo magonista, del agrarismo, de la Convención; literalmente, la otra cara.
Al país del norte le interesaba, como siempre, que las cosas siguieran igual o mejor: que no se afectaran sus intereses y continuar haciendo de México un bastión suyo en el escenario de la Guerra Fría. Por ello puso sus oficios para sostener al grupo que acompañaba al Poder Ejecutivo. Y por esa lucha que prevalecía en el entorno mundial (el enfrentamiento entre el “Mundo Libre” y el mundo tras “La Cortina de Hierro”) y que quería creer que México, por su Revolución, era un país procomunista, actuó en veces a favor de la permanencia del statu quo y en veces para acelerar la confrontación y así facilitar el ascenso de los grupos económicamente poderosos, con los que presumiblemente se fomentaría, desde un nuevo gobierno emanado de las más altas cúpulas empresariales, la caída del capitalismo monopolista de Estado. A veces a favor y a veces en contra porque era el reflejo de la disputa en aquel país entre republicanos y demócratas.
El ’68 mexicano, a diferencia de los europeos y el norteamericano, fue la arena en que se enfrentaron los intereses sucesorios aprovechando la coyuntura del movimiento estudiantil que, al fin y al cabo, sólo pugnaba por avances en el sentido democrático; no, como afirmaba Díaz Ordaz y la paranoia de algunos congresistas norteamericanos, por la instauración del socialismo. En vez de conjura del comunismo internacional resultó ser una conjura diseñada dentro del mismo seno del Estado, por los poderes económicos en pugna, y con la intromisión interesada del Departamento de Estado y la CIA. El presidente -tan sorprendido como aquellos soldados que asombrados se preguntaban quién les disparaba ese 2 de octubre en Tlatelolco (el “Batallón Olimpia”, y, presumo, las fuerzas policiales de Gobernación) y que respondieron disparando a todo lo que se movía-, sólo atinó a asumir la responsabilidad de los hechos, pues su ineptitud le hizo concebirse como actor principal cuando fue empujado a ser uno más de los del reparto. Y se llevó a la tumba la creencia de que había sido quien había salvado a México de la conjura comunista. Supuso que había ganado la batalla. En realidad, perdió; igual que los grupos económicos privados emergentes. México, en el aspecto social, empezó a cambiar.
Desde un punto de vista histórico, el movimiento del ’68 triunfó en el mediano plazo, pues una de las demandas en el pliego petitorio estudiantil (a mi juicio, la más importante pues rebasaba el ámbito estudiantil para incidir en lo social) planteaba la derogación de los artículos 145 y 145 Bis del Código Penal de la Federación que justificaba la permanencia de un Estado represor (amparándose en el delito de disolución social) e influyó (sin que se lo propusiera) para que dentro del PRI se cerrara el paso a quienes querían hacerse del gobierno para desarticularlo como ente que dirigiera la economía y lo utilizaran para hacer crecer la influencia del poder empresarial que haría posible privilegiar el capital privado: un Estado alejado del ideario de la Revolución; un Estado distante del Constituyente de 1917.
Por otra parte, sin embargo, fue el detonador para que la actividad guerrillera urbana –ante el desencanto y frustración por la respuesta del Estado- proliferara.
En el siguiente sexenio presidencial se puso a buen resguardo –en lo económico- la propiedad estatal; pero en lo político persistió la contradicción entre quienes perseveraban en seguir ejerciendo la violencia institucional para contener las inconformidades y quienes querían abrir espacios a la disidencia.
Luis Echeverría Álvarez saltó a la política gracias al impulso que le dieran sus dos mentores: Rodolfo Sánchez Taboada, un general obregonista que llegó a ser Gobernador de Baja California, Secretario de Marina y dirigente del PRI de quien Echeverría fue secretario particular durante la gestión del general; el otro, su suegro, José Guadalupe Zuno, quien fue gobernador del estado de Jalisco; era un liberal que entró en conflicto con Calles puesto que era de filiación obregonista y que más tarde fue consejero del presidente Lázaro Cárdenas; gente cercana a la intelectualidad mexicana y fundador de la Universidad de Guadalajara. Tras la Revolución, Echeverría es de los primeros hombres que llega a la presidencia por una carrera burocrática más que, como los anteriores, fincada en los poderes económicos o militares emergidos al amparo de la guerra civil.
[N.B: Es de señalar que la sucesión se define, en cierto sentido, atajando la continuidad de los resabios avilacamachistas y detiene el ariete del poder económico de los grupos norteños; vuelve, también en cierto sentido, el espectro del obregonismo: un Estado fuerte; pero afincado en el legado de la Revolución].
La participación del Estado en la economía durante el periodo de Luis Echeverría no sufrió menoscabo; más aun: se incrementó, lo que le acarreó muchas antipatías con los grupos norteños que vieron en él a un enemigo potencial que, como luego veremos, resultó ser el presidente más odiado por aquéllos. Descontento por muchos otros lados, porque en lo político fue un hombre que vacilaba entre la apertura y la represión o fue lanzado a actuar así porque las luchas dentro de los polos contenidos en el partido se exacerbaron al punto de agudísimas rupturas en su seno y de provocar el choque frontal ya irreconciliable entre las dos formas de economía a las que hemos hecho alusión sin que, a la fecha, se haya resuelto del todo.
Así, por un lado, fueron liberados los líderes estudiantiles y magisteriales del ’68 (unos prefirieron, o fueron condicionados a exiliarse temporalmente; otros, los menos, encontraron acomodo en puestos del gobierno echeverrista). Se sentaron las bases para la no aplicación y posterior derogación del referido artículo que avalaba la violencia de Estado, justificada desde el punto de vista de la legislación pero en contra el de los derechos civiles elementales, contra la disidencia política. Dio asilo a exiliados y perseguidos políticos que venían huyendo de las dictaduras perversas que dominaban en el cono sur de nuestra América, muchos de los cuales, al igual que aquellos españoles republicanos en tiempo de Lázaro Cárdenas, fueron acogidos –en calidad de maestros- por nuestra máxima casa de estudios: la UNAM.
Por otro lado, sin embargo, su sexenio se caracterizó por llevar a cabo la persecución más sangrienta contra la guerrilla, lo que se ha dado en llamar “La Guerra Sucia”. El gobierno, fracturado en sus cimientos por el conflicto del 68, desató una brutal respuesta. La guerra misma, no fue sino una expresión de esa fractura.
¿Represor, desde lo que pudieran ser las convicciones personales de Echeverría? ¿Obligado por las oscuras circunstancias? Lo mismo da. Hemos dicho a lo largo de estas notas que lo que nos interesa en este estudio, en esta pequeña contribución a la interpretación del hoy en la historia de México, no son los personajes sino las fuerzas motoras que se ocultan tras el hecho histórico y que terminan por forjar a aquéllos. Y esas fuerzas contrarias a las que ya aludimos estaban lejos de contentarse con el resultado de la elección presidencial; más aun, se había agravado la discordia. Y la guerra soterrada se potenció: difusión, desde el norte, de rumores altamente peligrosos que buscaban el descontento de los militares. Jugar con fuego.
El 10 de octubre de 1971 ocurrió una manifestación estudiantil que, al igual que en Tlatelolco tres años atrás, se reprimió de forma sangrienta con una fuerza represiva no institucional y oscura (como aquel Batallón Olimpia en ’68) llamada “Los Halcones”. El gobierno echeverrista dijo que castigaría a los culpables. Los culpables materiales nunca fueron capturados; sin embargo, y ello da fuerza a las aseveraciones anteriores en que se describe la contradicción entre el gobierno –como personificación del capitalismo monopolista de Estado- y los industriales neoleoneses –en tanto representantes del capitalismo privado-, el regente de la Ciudad de México, Alfonso Martínez Domínguez, ¿acaso un virtual bernadoreyes?, es removido de su cargo y condenado al ostracismo político que sólo halla acomodo, años después, como gobernador de Nuevo León.
El 17 de septiembre de 1973, miembros del grupo guerrillero Liga Comunista 23 de Septiembre, planean secuestrar al empresario Eugenio Garza Sada, patriarca del Grupo Monterrey. En el intento se desata una balacera en la que el líder de la industria regiomontana resulta muerto. Voces del empresariado de esa localidad le achacan al propio presidente la conjura que ellos aseguran se instrumentó desde el gobierno. Durante el funeral, al que asiste el presidente, el orador hace imputaciones al gobierno, las que Echeverría –dijo en una entrevista con el periodista Luis Suárez años después- afirmó no haber escuchado. A ello sigue una implacable guerra contra los grupos guerrilleros en la que los grupos policiacos se ensañan con los capturados al punto de efectuar detenciones, desapariciones y asesinatos impunes hasta la fecha; entre ellos el hijo de la legisladora y luchadora social Rosario Ibarra, el cual pertenecía a la liga y cuyo cadáver nunca apareció.
El gobierno de Echeverría expropia tierras a uno de los barones del empresariado norteño Manuel Clouthier. La guerra abierta entre el capitalismo monopolista de Estado y el capitalismo privado se hace evidente, excepto para quien no lo quiere ver.
Sigue, antes lo dijimos, una campaña de rumores generados desde los estamentos medios y los altos mandos gerenciales de Monterrey en los que se asegura que los militares han llevado a cabo un golpe de Estado con el ánimo de producir inquietudes; pero el ejército no se mueve. Fuga de capitales a los Estados Unidos y, finalmente, ya para finalizar el periodo presidencial, una devaluación.
Manuel Clouthier encabeza una invasión masiva hacia un partido político desde el cual podrían lanzar una nueva ofensiva para apoderarse –sin violencia, mediante un remedo de democracia- del Estado mexicano: el PAN. Si el PRI ya no les puede ayudar en esa tarea hay que emigrar. Y en poco tiempo se adueñan del partido, a desdoro de los fundadores, cuyo ideario (más afín con resabios de las devotas clases medias y la aristocracia terrateniente venidas a menos) no comulgaba con el de los prósperos e industriosos bárbaros del norte, como fueron motejados dentro del propio partido; después de todo, para algo sirve el poder económico.
Para entonces, la estafeta presidencial le es entregada a un personaje cuya trayectoria se había desenvuelto más en el terreno de la administración que en el trabajo propiamente político: José López Portillo, quien además es un hombre de letras, al igual que sus dos ascendientes del mismo nombre. Lo destacable de este periodo es que con él llegan y se instalan en el poder personajes que se identifican con el aperturismo y con la continuidad en el cariz económico del Estado mexicano; personajes como Jesús Reyes Heroles, también hombre de letras y académico, quien tiene la convicción de que la sociedad debe tener espacios para la disidencia por lo que, en ese entendido, pronto se plantea una primera reforma política que de cabida, inclusive, a la izquierda para sacarla de la proscripción y del carácter clandestino a que se encontraba sujeta.
Si bien, hemos insistido en que los cambios sociales no se generan en la cabeza de los personajes, éstos tuvieron la claridad para captar lo que la realidad imponía; claridad que sólo pudieron haber tenido gracias al conocimiento concienzudo de la historia de México. Los hombres, dice Marx, no pueden proponerse más allá de lo que las condiciones materiales permiten. Era el momento en que las condiciones materiales propiciaban –y obligaban, merced a la situación de inconformidad y resentimiento social que prevalecía- el cambio. El Estado mexicano estaba en posibilidad de vencer los resabios que se resistían a la apertura social. Su carácter y su poderío económico le daban margen de maniobra tanto en política interna como en la externa. Más aún cuando se descubrieron reservas petroleras tan grandes que aún hoy siguen produciendo a pesar del abandono y la falta de reinversión –amañada, para justificar y propiciar la inversión privada nacional y extranjera- a que los dos últimos gobiernos, dirigidos por una elite de desnacionalizados, han condenado a la empresa que le ha dado viabilidad de país a México: PEMEX.
El capitalismo monopolista de Estado se alzó imponente como forma económica dominante. Y determinante.
Hagamos un paréntesis. ¿Por qué hemos insistido tanto en privilegiar al capitalismo de Estado sobre el capitalismo en su forma clásica, privada? Hemos citado a Lenin cuando afirmó que aquél es la preparación más completa hacia el socialismo, el último peldaño de la escalera histórica antes de llegar al socialismo. El hecho de que lo haya externado Lenin no le concedería ni un ápice de validez si es que no fuera resultado de la observación acuciosa de la historia de las sociedades humanas. Y es ahí donde se certifica el dicho de Ulianov. Instancias de carácter distinto son el creer y el saber; el supuesto y la certeza. Se dice que el socialismo –y, por ende, su etapa ulterior, el comunismo- resultó ser una gran utopía y se trata de argumentar el dicho con el desmembramiento de la URSS y la caída del Muro de Berlín. Para refutar tal argumento no tenemos más armas que las que la Historia (aquí con mayúscula) nos pueda brindar a título de préstamo. La Historia no cree, sabe; no sospecha, tiene certezas. Todas las sociedades que ella tiene registradas en sus archivos han nacido, crecido y fenecido ante el empuje de la socialización de los medios con que cada una cuenta para producir riqueza y de lo que estos medios crean: los bienes que satisfacen necesidades o bienes para el consumo y, desde luego, el modo de apropiación y reparto de la ganancia generada. Tal empuje modifica, inexorablemente, la forma en que se han organizado las sociedades para producir, las formas de propiedad y, más allá, el Modo de Producción en su conjunto (además de las cuestiones de carácter económico, las formas jurídicas, ideológicas y políticas). Pero todo ello, también está registrado en la Historia, no ocurre por mera voluntad de los buenos samaritanos que apelan al convencimiento. Es un tránsito violento porque siempre ha habido resistencias al cambio, no por falta de un buen terapeuta histórico sino por cuestiones que tienen que ver con la pérdida de poder y privilegios. Así que el cambio social siempre está envuelto de ires y venires –vaivenes-; de avances parciales y retrocesos. Una sociedad no desaparece por completo hasta que en su seno se acumulan todas las fuerzas que determinan el cambio definitivo a otro estadio superior (esto lo dijo Marx, pero tampoco fue una mera ocurrencia, sino resultado del estudio detallado de la Historia de las sociedades).
Así, por la socialización, no sin ires y venires -vaivenes-, no sin violencia, se diluyeron las comunidades primitivas para dar paso a otro estadio superior. Transcurrieron siglos; quizá milenios.
Así, por la socialización, no sin ires y venires -vaivenes-, no sin violencia, no sin resistencia cayeron los grandes imperios asiáticos esclavistas de la antigüedad. Igual los de occidente (Grecia, el modelo de “democracia”, y Roma). Su nacimiento, crecimiento esplendor y necesaria caída ocupó largo tiempo, muchos siglos.
Así, por la socialización, no sin ires y venires -vaivenes-, no sin violencia, no sin resistencia cayeron los grandes imperios que dieron soporte al feudalismo y sus formas derivadas a lo largo y ancho del planeta. Su nacimiento, crecimiento, esplendor y necesaria caída ocupó largo tiempo. Muchos siglos.
No hay, entonces, por qué suponer que nuestro tiempo será eterno. Por lo tanto, así, por la socialización, no sin ires y venires -vaivenes-, no sin violencia, no sin resistencia, indefectiblemente, caerán los grandes imperios modernos del capitalismo; a menos que resistencias demenciales lleguen al punto de utilizar los arsenales nucleares y que a consecuencia de ellos desaparezca la especie humana –y prácticamente todas- de la faz de la Tierra. Su nacimiento, crecimiento –aquí la diferencia- ocupa, si acaso, apenas dos siglos. Y en ese sentido hay que entender que los 60 años de la URSS significaron apenas uno de esos ires y venires -vaivenes-, en el largo tránsito de una sociedad a otra.
Y, también, en tal calidad –la inevitabilidad de perecer y que de las cenizas propias surja el germen de lo nuevo- es donde hay que situar al capitalismo monopolista de Estado como una fase superior al capitalismo privado: porque posibilita la socialización. Es un pequeño avance histórico dentro del capitalismo. (Capítulo aparte es lo concerniente a la justicia social, que –siendo argumento muy válido- por ser un ente de carácter conceptual, en este tramo no trataremos).
Empero, en la conciencia de que ineludiblemente nada es eterno, no hay razón para sentarse a esperar a que las grandes transformaciones sucedan per se. Cada generación debe y tiene que hacer las tareas que le corresponden -en el escalón de la Historia durante el cual transcurre su existencia- en función de lo que las condiciones materiales que la realidad impone lo permitan. Vencer las resistencias que pueden ser vencidas. Ese es el carácter de la revolución. Un carácter que no puede prescindir de lo que y de quienes le preceden a uno en los escalones inmediatos inferiores de la Historia. Bien entendido: un hombre de las cavernas no pudo siquiera pensar en desarrollar una bomba atómica; en ciencias naturales: un Darwin no pudo surgir sin que antes hubiera existido Lamark; en astronomía: un Kepler sin un Copérnico; en filosofía antigua: un Aristóteles no existió sino después de un Sócrates y un Platón; en política: un Benito Juárez no hubiera sido posible sin un previo José Ma. Luis Mora; en economía: un Marx sin un David Ricardo; en los hechos históricos: una Revolución Francesa sin –inclusive, su contrario- una Monarquía Absoluta, ni una Reforma sin una Revolución de Ayutla; en el terreno de las ideas puras sería inconcebible un Jesucristo sin un Helios (Apolo), y éste sin Amón-Ra. De la nada, nada surge; todo y todos resultamos, indefectiblemente, ser producto, derivación, de entes, circunstancias y determinaciones, anteriores; aun si fueren antagónicas, como ha sido el caso en las grandes revoluciones. Magnas revoluciones -como la del surgimiento del Sol, nuestro sistema planetario y la Tierra, que tienen un antecedente, un desarrollo y que necesariamente habrán de morir (lo que se infiere por observación y estudio del Cosmos, gracias al estadio en que se encuentra hoy la ciencia)- contradicen la idea de perpetuidad. ¿Bajo qué instancias y circunstancias se sostendría que el modo de producción capitalista perdurará por siempre? Sólo por intercesión divina, lo que contravendría todo el orden de Universo. (Discúlpeseme por la socarronería).
Todos esos mamotretos, muy en boga hoy en día, de superación personal que recomiendan “…sueña lo imposible y lo harás posible” sólo pintan de color rosa lo que la terca realidad, con toda su concreción, señala como absurdo. Ocurre lo que obedece a la NECESIDAD, no lo que se cree o desea. Acontece lo que surge por causalidad, no por casualidad. Sucede, lo posible.
Cerramos el paréntesis.
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