Para entender el México de Hoy (Parte 14)
CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO.
(Parte XIV)
La gerontocracia porfiriana empezaba a resquebrajarse. El dictador estaba por cumplir ochenta años y la sociedad mexicana se daba cuenta de que el fin del viejo gobernante se acercaba, por lo que la cercanía de las elecciones para “renovar” el gobierno a partir de 1910, hicieron crecer las expectativas de los grupos que pugnaban por una transformación social dentro de los cauces legales, mediante el sufragio.
Desde luego que eso ocupaba las mentes de las clases medias que no hallaban cabida en el medio de la administración pública y la política, pues los anacrónicos “científicos” se eternizaban en sus posiciones. Pero la mayoría de la población, y la sociedad toda, requería cambios de fondo que no los daría un simple cambio de estafeta en la primera magistratura. De ahí que para la primera década del siglo XX la inconformidad contra el sistema se hubiera acrecentado desde los diversos sectores sociales: huelgas laborales, intentos de sedición, asaltos a haciendas, conspiraciones; y la respuesta fue el incremento de la represión escondida bajo una promesa del dictador –en una entrevista concedida a un periodista norteamericano- de abandonar el poder en virtud de que México “… estaba listo para la democracia”.
En tal virtud, proliferaron los clubes y agrupaciones políticas que vieron en el anuncio una oportunidad para hacerse del poder mediante procesos electorales.
En tanto, un hombre llamado Francisco I. Madero, miembro de una familia pudiente escribió un libelo llamado La Sucesión Presidencial, en donde exponía sus ideas acerca de lo que a su juicio era necesario para modernizar la política en el país y así insertarlo en el franco camino de la democracia.
Otros personajes y grupos disidentes planteaban en sus plataformas ideológicas y de acción algo más allá de la transmisión del poder presidencial. Pertenecían a capas sociales menos favorecidas o a la intelectualidad clasemediera, y, por ende, sugerían que un cambio de poder no solucionaría los grandes y ancestrales problemas que afectaban a las grandes mayorías. Estos grupos estaban proscritos; y, aun, actuaban en forma clandestina o desde el extranjero.
No les faltaba razón. El porfiriato se había encargado de manipular las Leyes de Reforma mediante las cuales se arrebataron grandes extensiones de tierra de manos del clero otorgándolas a compañías deslindadoras, muchas de ellas extranjeras, y a terratenientes. Así -refería el economista mexicano Jesús Silva Herzog- de 1881 a 1889 se deslindaron 32 millones de hectáreas, de las cuales 27.5 se les otorgó a vil precio (aproximadamente el 13% de la superficie del país) y la nación sólo conservó 4.7 millones de hectáreas. Por inverosímil que ello parezca, las compañías deslindadoras que se apropiaron de la primera cifra estaban conformadas por tan sólo 29 individuos. Ante tal referencia, cualquier señor feudal de la Europa medieval quedaría como un simple aparcero. Una referencia más: entre 1890 y 1906, ocho individuos se hicieron, por la misma, vía, de 22.5 millones de hectáreas; dice Slva Herzog: “…hecho sin precedente en la historia de la propiedad territorial en el mundo”. Ante este escenario, no era factible un cambio de fondo con la simple remoción del gobernante, como planteaban los antirreeleccionistas. Ni la modernización planteada por el liberalismo: el régimen de propiedad lo impedía; Morelos, desde un pasado ya lejano, planteaba como solución la pequeña propiedad (por cierto, más acorde con el liberalismo). Y la terca realidad se impuso.
Conforme se acercaba el año de elecciones, se iba descubriendo el rostro de la verdad: Díaz no estaba dispuesto a dejar el poder, tan sólo a permitir el voto por la vicepresidencia; y, claro, tenía su propio candidato.
Madero forjó el Partido Antireeleccionista e inició un peregrinaje por el país para promover su candidatura presidencial, lo que a los ojos del gobierno constituyó una amenaza. Así que fue a parar a la cárcel. Y ello no hizo sino acentuar las inconformidades.
Antes de continuar con el aspecto puramente narrativo, permítanseme unas digresiones que vienen al caso. Por aquel entonces, las naciones más prósperas eran Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica; debían su ascenso al liberalismo económico, escuela del pensamiento económico que derivaba de privilegiar el crecimiento a partir de lo que hoy llamamos la iniciativa privada; esto es: dejar que los miembros de la sociedad desarrollaran la productividad en las diversas ramas (comercio, industria, agricultura y servicios) sin trabas ni intervención desde las instancias de gobierno; el cual, en cambio, alentaría tales actividades otorgando facilidades arancelarias, de infraestructura, etc. Y, antes que nada, facilitando y protegiendo la PROPIEDAD PRIVADA. Viendo lo exitoso de aplicar tales providencias en los países mencionados, parecería acertado tomar medidas similares en México; por ello los “científicos” del porfiriato pusieron sus empeños en tales tareas. En aquellas naciones era relativamente fácil que miembros de la clase media pudieran ascender al siguiente estamento social, así como que miembros de la clase trabajadora pasaran a los sectores medios. Sólo que a los señores “científicos” no les pasaba por las mientes un agregado más, condición sine qua non: la libertad de los individuos; la liberación de la mano de obra que, en número abrumador, se encontraba cautiva en las haciendas; y no rozaba su pensamiento porque eran herederos de la mentalidad inmovilista del criollo: así son las cosas y así serán por los siglos de los siglos. Así, el liberalismo aplicado en México estaba cojo. Era una entelequia, puesto que las formas de propiedad permanecían estacionadas desde la colonia. El escalar posiciones dentro de la pirámide social era una ilusión; y, bien visto, también era parte de una falacia (como lo es, el neo liberalismo) en los países de donde provenían los capitales invertidos, como adelante sugeriremos.
Mientras la riqueza social permanezca constante, el enriquecimiento de los sectores privilegiados sólo es factible merced al detrimento de los sectores menos favorecidos: los pobres. Aun si la riqueza social crece, pero la forma de apropiación de la misma no permite la derrama hacia la base (como era el caso, ya que el grueso de la ganancia se iba al extranjero y las relaciones de producción impedían obtener mínimos de bienestar a la inmensa masa de desposeídos cuasi esclavizados en las haciendas), tampoco se propicia el desarrollo económico individual. Por el contrario: los peones de las haciendas, en términos relativos se empobrecían.
Arriba dijimos que los países económicamente exitosos que poseían bienes, explotaban recursos o invertían sus capitales en México brindaban, en sus respectivos países, la oportunidad de que los miembros de una clase materializaran sus anhelos de treparse a los siguientes estamentos (lo que constituía un tácito aval al sistema capitalista por parte de sus defensores) y lo calificamos como parte de una falacia; ¿por qué? Porque las economías poderosas (imperios modernos) empezaban a conformarse como economías mundiales; rebasaban los marcos nacionales. De manera que los sectores empobrecidos de los nuevos imperios no se encontraban (no se encuentran) dentro de los límites de sus países; pero sí dentro de sus procesos económicos. Las masas depauperadas derivadas de su economía –condición necesaria del capitalismo- estaban fuera de su territorio; la iniquidad y la miseria es desplazada a los países dominados.
Así, después de la incruenta lucha juarista por derrotar al invasor extranjero, durante el porfiriato México se encontraba en situación semejante a la Colonia, con la diferencia de que no había presencia política y militar extranjera; ya no eran terratenientes españoles, sino capitalistas –y también terratenientes- ingleses, norteamericanos, holandeses, franceses y alemanes. Nuevas metrópolis neo coloniales o neo imperiales ejercían su dominio no con las armas, sino con sus capitales; con el canto de unas sirenas llamadas divisas. Y se apropiaban de los recursos naturales y –como antaño los españoles- de los bienes nacionales. Y a eso el porfiriato le llamó “progreso”. Igual sucede hoy, año 2007.
A fin de cuentas, Díaz se reeligió en 1910. Madero llamó a la insurrección y el viejo Porfirio abandonó el país apenas unos cuantos meses de tomar posesión. Al poco tiempo el antirreeleccionista tomó el poder; sin embargo su mandato sería truncado. Sin haber planteado medidas que condujeran a una transformación de fondo, el imperio del norte, temiendo alguna afectación a sus intereses, se dio a la tarea de propiciar una confabulación contra su gestión desde la propia embajada norteamericana.
Francisco I. Madero se conformó (su interés había sido instaurar un régimen democrático) con haber tumbado de su pedestal al vetusto gobernante anterior, lo que trajo como consecuencia el alejamiento de otros revolucionarios -como Emiliano Zapata quien continuó insurrecto- que veían como prioritario el asunto agrario, el reparto de la tierra. Cometió el error de licenciar a sus tropas leales y mantener incólume el ejército federal, comandado por militares afectos al porfirismo, los que finalmente –comandados por un sobrino de Díaz- se levantaron en armas, lo apresaron y asesinaron junto con el vicepresidente José Ma. Pino Suárez. La cacería de brujas alcanzó a su hermano Gustavo.
Mediante argucias, un militar oportunista y felón, Victoriano Huerta, se instaló en la presidencia. Entonces se generalizó la insurrección. Ya no se trataba de una lucha por derrocar a quien se encontraba, de facto, en el poder: se planteaba llevar a cabo las profundas y necesarias transformaciones económicas y sociales que satisficieran las exigencias de diversos sectores sociales provenientes de distintas clases sociales; de intereses materiales e ideológicos plurales. Pero, ante todo, de terminar con estado generalizado de hambre, pobreza e injusticias. Una verdadera revolución que respondiera a los reclamos de los sectores ancestralmente marginados en un país eminentemente agrario: el reparto de la tierra.
No se puede soslayar el reclamo generalizado de justicia social; pero sucedió que las formas de propiedad –largamente contenidas- dejaron de corresponderse con las fuerzas productivas e impedían el desarrollo de las instancias sociales desde su propia estructura. La Revolución Mexicana devino no como producto de factores ideológicos, sino como necesidad de la materialidad. No surgió de la cabeza de hombres brillantes, sino del estómago –vacío- de las masas.
Nuevamente, la coyuntura internacional –las potencias se encontraban ocupadas en los umbrales de la Primera Guerra Mundial y las revoluciones rusas contra el zarismo- permitió a México llevar a cabo medidas, incluso, en contra de los intereses imperiales. Lo veremos adelante.
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO.
(Parte XIV)
La gerontocracia porfiriana empezaba a resquebrajarse. El dictador estaba por cumplir ochenta años y la sociedad mexicana se daba cuenta de que el fin del viejo gobernante se acercaba, por lo que la cercanía de las elecciones para “renovar” el gobierno a partir de 1910, hicieron crecer las expectativas de los grupos que pugnaban por una transformación social dentro de los cauces legales, mediante el sufragio.
Desde luego que eso ocupaba las mentes de las clases medias que no hallaban cabida en el medio de la administración pública y la política, pues los anacrónicos “científicos” se eternizaban en sus posiciones. Pero la mayoría de la población, y la sociedad toda, requería cambios de fondo que no los daría un simple cambio de estafeta en la primera magistratura. De ahí que para la primera década del siglo XX la inconformidad contra el sistema se hubiera acrecentado desde los diversos sectores sociales: huelgas laborales, intentos de sedición, asaltos a haciendas, conspiraciones; y la respuesta fue el incremento de la represión escondida bajo una promesa del dictador –en una entrevista concedida a un periodista norteamericano- de abandonar el poder en virtud de que México “… estaba listo para la democracia”.
En tal virtud, proliferaron los clubes y agrupaciones políticas que vieron en el anuncio una oportunidad para hacerse del poder mediante procesos electorales.
En tanto, un hombre llamado Francisco I. Madero, miembro de una familia pudiente escribió un libelo llamado La Sucesión Presidencial, en donde exponía sus ideas acerca de lo que a su juicio era necesario para modernizar la política en el país y así insertarlo en el franco camino de la democracia.
Otros personajes y grupos disidentes planteaban en sus plataformas ideológicas y de acción algo más allá de la transmisión del poder presidencial. Pertenecían a capas sociales menos favorecidas o a la intelectualidad clasemediera, y, por ende, sugerían que un cambio de poder no solucionaría los grandes y ancestrales problemas que afectaban a las grandes mayorías. Estos grupos estaban proscritos; y, aun, actuaban en forma clandestina o desde el extranjero.
No les faltaba razón. El porfiriato se había encargado de manipular las Leyes de Reforma mediante las cuales se arrebataron grandes extensiones de tierra de manos del clero otorgándolas a compañías deslindadoras, muchas de ellas extranjeras, y a terratenientes. Así -refería el economista mexicano Jesús Silva Herzog- de 1881 a 1889 se deslindaron 32 millones de hectáreas, de las cuales 27.5 se les otorgó a vil precio (aproximadamente el 13% de la superficie del país) y la nación sólo conservó 4.7 millones de hectáreas. Por inverosímil que ello parezca, las compañías deslindadoras que se apropiaron de la primera cifra estaban conformadas por tan sólo 29 individuos. Ante tal referencia, cualquier señor feudal de la Europa medieval quedaría como un simple aparcero. Una referencia más: entre 1890 y 1906, ocho individuos se hicieron, por la misma, vía, de 22.5 millones de hectáreas; dice Slva Herzog: “…hecho sin precedente en la historia de la propiedad territorial en el mundo”. Ante este escenario, no era factible un cambio de fondo con la simple remoción del gobernante, como planteaban los antirreeleccionistas. Ni la modernización planteada por el liberalismo: el régimen de propiedad lo impedía; Morelos, desde un pasado ya lejano, planteaba como solución la pequeña propiedad (por cierto, más acorde con el liberalismo). Y la terca realidad se impuso.
Conforme se acercaba el año de elecciones, se iba descubriendo el rostro de la verdad: Díaz no estaba dispuesto a dejar el poder, tan sólo a permitir el voto por la vicepresidencia; y, claro, tenía su propio candidato.
Madero forjó el Partido Antireeleccionista e inició un peregrinaje por el país para promover su candidatura presidencial, lo que a los ojos del gobierno constituyó una amenaza. Así que fue a parar a la cárcel. Y ello no hizo sino acentuar las inconformidades.
Antes de continuar con el aspecto puramente narrativo, permítanseme unas digresiones que vienen al caso. Por aquel entonces, las naciones más prósperas eran Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica; debían su ascenso al liberalismo económico, escuela del pensamiento económico que derivaba de privilegiar el crecimiento a partir de lo que hoy llamamos la iniciativa privada; esto es: dejar que los miembros de la sociedad desarrollaran la productividad en las diversas ramas (comercio, industria, agricultura y servicios) sin trabas ni intervención desde las instancias de gobierno; el cual, en cambio, alentaría tales actividades otorgando facilidades arancelarias, de infraestructura, etc. Y, antes que nada, facilitando y protegiendo la PROPIEDAD PRIVADA. Viendo lo exitoso de aplicar tales providencias en los países mencionados, parecería acertado tomar medidas similares en México; por ello los “científicos” del porfiriato pusieron sus empeños en tales tareas. En aquellas naciones era relativamente fácil que miembros de la clase media pudieran ascender al siguiente estamento social, así como que miembros de la clase trabajadora pasaran a los sectores medios. Sólo que a los señores “científicos” no les pasaba por las mientes un agregado más, condición sine qua non: la libertad de los individuos; la liberación de la mano de obra que, en número abrumador, se encontraba cautiva en las haciendas; y no rozaba su pensamiento porque eran herederos de la mentalidad inmovilista del criollo: así son las cosas y así serán por los siglos de los siglos. Así, el liberalismo aplicado en México estaba cojo. Era una entelequia, puesto que las formas de propiedad permanecían estacionadas desde la colonia. El escalar posiciones dentro de la pirámide social era una ilusión; y, bien visto, también era parte de una falacia (como lo es, el neo liberalismo) en los países de donde provenían los capitales invertidos, como adelante sugeriremos.
Mientras la riqueza social permanezca constante, el enriquecimiento de los sectores privilegiados sólo es factible merced al detrimento de los sectores menos favorecidos: los pobres. Aun si la riqueza social crece, pero la forma de apropiación de la misma no permite la derrama hacia la base (como era el caso, ya que el grueso de la ganancia se iba al extranjero y las relaciones de producción impedían obtener mínimos de bienestar a la inmensa masa de desposeídos cuasi esclavizados en las haciendas), tampoco se propicia el desarrollo económico individual. Por el contrario: los peones de las haciendas, en términos relativos se empobrecían.
Arriba dijimos que los países económicamente exitosos que poseían bienes, explotaban recursos o invertían sus capitales en México brindaban, en sus respectivos países, la oportunidad de que los miembros de una clase materializaran sus anhelos de treparse a los siguientes estamentos (lo que constituía un tácito aval al sistema capitalista por parte de sus defensores) y lo calificamos como parte de una falacia; ¿por qué? Porque las economías poderosas (imperios modernos) empezaban a conformarse como economías mundiales; rebasaban los marcos nacionales. De manera que los sectores empobrecidos de los nuevos imperios no se encontraban (no se encuentran) dentro de los límites de sus países; pero sí dentro de sus procesos económicos. Las masas depauperadas derivadas de su economía –condición necesaria del capitalismo- estaban fuera de su territorio; la iniquidad y la miseria es desplazada a los países dominados.
Así, después de la incruenta lucha juarista por derrotar al invasor extranjero, durante el porfiriato México se encontraba en situación semejante a la Colonia, con la diferencia de que no había presencia política y militar extranjera; ya no eran terratenientes españoles, sino capitalistas –y también terratenientes- ingleses, norteamericanos, holandeses, franceses y alemanes. Nuevas metrópolis neo coloniales o neo imperiales ejercían su dominio no con las armas, sino con sus capitales; con el canto de unas sirenas llamadas divisas. Y se apropiaban de los recursos naturales y –como antaño los españoles- de los bienes nacionales. Y a eso el porfiriato le llamó “progreso”. Igual sucede hoy, año 2007.
A fin de cuentas, Díaz se reeligió en 1910. Madero llamó a la insurrección y el viejo Porfirio abandonó el país apenas unos cuantos meses de tomar posesión. Al poco tiempo el antirreeleccionista tomó el poder; sin embargo su mandato sería truncado. Sin haber planteado medidas que condujeran a una transformación de fondo, el imperio del norte, temiendo alguna afectación a sus intereses, se dio a la tarea de propiciar una confabulación contra su gestión desde la propia embajada norteamericana.
Francisco I. Madero se conformó (su interés había sido instaurar un régimen democrático) con haber tumbado de su pedestal al vetusto gobernante anterior, lo que trajo como consecuencia el alejamiento de otros revolucionarios -como Emiliano Zapata quien continuó insurrecto- que veían como prioritario el asunto agrario, el reparto de la tierra. Cometió el error de licenciar a sus tropas leales y mantener incólume el ejército federal, comandado por militares afectos al porfirismo, los que finalmente –comandados por un sobrino de Díaz- se levantaron en armas, lo apresaron y asesinaron junto con el vicepresidente José Ma. Pino Suárez. La cacería de brujas alcanzó a su hermano Gustavo.
Mediante argucias, un militar oportunista y felón, Victoriano Huerta, se instaló en la presidencia. Entonces se generalizó la insurrección. Ya no se trataba de una lucha por derrocar a quien se encontraba, de facto, en el poder: se planteaba llevar a cabo las profundas y necesarias transformaciones económicas y sociales que satisficieran las exigencias de diversos sectores sociales provenientes de distintas clases sociales; de intereses materiales e ideológicos plurales. Pero, ante todo, de terminar con estado generalizado de hambre, pobreza e injusticias. Una verdadera revolución que respondiera a los reclamos de los sectores ancestralmente marginados en un país eminentemente agrario: el reparto de la tierra.
No se puede soslayar el reclamo generalizado de justicia social; pero sucedió que las formas de propiedad –largamente contenidas- dejaron de corresponderse con las fuerzas productivas e impedían el desarrollo de las instancias sociales desde su propia estructura. La Revolución Mexicana devino no como producto de factores ideológicos, sino como necesidad de la materialidad. No surgió de la cabeza de hombres brillantes, sino del estómago –vacío- de las masas.
Nuevamente, la coyuntura internacional –las potencias se encontraban ocupadas en los umbrales de la Primera Guerra Mundial y las revoluciones rusas contra el zarismo- permitió a México llevar a cabo medidas, incluso, en contra de los intereses imperiales. Lo veremos adelante.