Para entender el México de Hoy (Parte 12)
CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO
(Parte XII)
Por: Gabriel Castillo-Herrera.
Existe, en nuestros días, una corriente de pensamiento (intelectualillos e intelectualotes que tratan de congraciarse con el actual gobierno) que intenta “desmitificar” la Historia de México porque –según ellos- ha sido escrita con el único ánimo de dignificar y justificar el sistema (al que el escritor Mario Vargas Llosa nombra “Dictadura Perfecta”), implantado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó México desde los primeros tiempos post revolucionarios –finales de los años veinte del siglo pasado- hasta el año 2000. Argumentan que este partido manipuló los hechos pasados con el fin de hacer creer que su instituto político era el heredero de las luchas libertarias habidas desde la Independencia. Con este fin –también, según ellos- se mitificó a los héroes sin verlos como “hombres de carne y hueso” en grado tal que se les inventaron virtudes que no tenían y se escondieron sus grandes defectos. Se forjó una falsa historia de “buenos y malos”.
Bajo tales premisas, pretenden –una vez más, según ellos- poner en su justa dimensión a los personajes del pasado mexicano. Así, insinúan que Agustín de Iturbide debe ser reivindicado porque fue quien consumó la Independencia; pero muestran disimulo ante los motivos y repercusiones del asunto: erigirse como emperador y perpetuar un sistema de privilegios que favorecían al clero, a la milicia y al sistema judicial, además de reafirmar el esquema económico vigente en la Colonia –pero sin metrópoli- que beneficiara a los criollos. También arguyen que Maximiliano era, en realidad, un hombre de ideario liberal y que pretendía –como lo juró en Miramar- defender la independencia y velar por la integridad del territorio nacional; sí, pero -convirtiéndose en un instrumento al servicio de Napoleón III-, vino con un ejército invasor; decidió unir su destino a los usurpadores del legítimo gobierno mexicano, quienes crearon otro de facto, y decretó perseguir a los liberales por considerarlos gavilleros. A nadie en su sano juicio se le ocurriría elevar a Santa Anna, sin embargo, hay quien sugiere que fue “víctima de las circunstancias” de su tiempo; nomás que la mayoría de las “circunstancias” fueron creadas por él mismo y por el clero, al que favorecía con sus fuerzas militares -y sus múltiples administraciones- y decisiones gubernamentales. Pretenden justificar el que Porfirio Díaz –de quien hablaremos adelante- instaurara un régimen de “mucha administración y poca política” que pacificó el país y lo situó “en la senda del progreso” durante los 30 años de su mandato (a la muerte de Juárez y con un golpe de Estado a su sucesor, Sebastián Lerdo de Tejada, no sin antes haberlo intentado y fracasado contra aquél); pero parecen olvidar que lo hizo regresando a la Iglesia posesiones bajo el engañoso sistema de “presta nombres”, hipotecando el futuro de generaciones enteras mediante nuevos empréstitos e “inversiones” extranjeras, fortaleciendo el hacendismo (régimen económico de carácter feudal con tintes esclavistas) e imponiendo una paz –más bien, ejerció una violencia social institucionalizada- basada en matanzas de indígenas alzados, obreros textiles y mineros.
Pero la ofensiva “neo cangreja” (quien haya seguido el curso de estas reflexiones entenderá que me refiero a los nuevos conservadores, los que hoy gobiernan México) no se detiene aquí. Ahora tratan de minimizar la estatura de Juárez afirmando que se trataba de un personaje enfermo de poder; que extendió su mandato, no por una necesidad histórica de coyuntura, sino por ansia dictatorial que redundó en que algunos de sus compañeros de ideario y acción se alejaran de él (Melchor Ocampo, Guillermo Prieto) e, incluso, se confabularan contra su gobierno (como el mismo Porfirio Díaz, pieza clave en la guerra contra el Segundo Imperio; como González Ortega, vencedor en la Guerra de Tres Años). Se le tacha de necio por no haber querido dialogar con Maximiliano y por haberlo fusilado (hay quien llama al acto “asesinato”, no obstante que el Habsburgo estuvo sujeto a un consejo de guerra que lo condenó a tal suerte). Y, claro, se hace burla de las leyendas –si se quiere, un tanto fantasiosas y románticas; pero no por ello menos ponderables- que se han creado en torno a su infancia humilde y a su origen indígena, lanzando epítetos cercanos a aquellos con los que se expresó Santa Anna del Benemérito.
Más allá de lo que se dice y escribe, en la práctica, durante la presidencia del maoísta Salinas de Gortari se entablaron relaciones diplomáticas con el Vaticano; su sucesor, Ernesto Zedillo, tránsfuga del marxismo y entonces Secretario (ministro) de Educación, comenzó esa “revisión” de la Historia de México. Hoy, la enseñanza básica de esa materia en las escuelas que dependen del Estado es deficiente y casi nula; eso sí, se hace casi una apología del “avance democrático” que se ha gestado en el país a partir del año 2000, con el arribo a la Primera Magistratura de Vicente Fox, quien desde los primeros días de su gobierno manifestó sin ningún decoro que el suyo era de empresarios y para empresarios, lo que en un país en donde la pobreza extrema suma millones es un verdadero insulto a la población; por añadidura, el señor revivió aquella costumbre de acudir a dar gracias al Altísimo por haber ascendido al poder, con el beneplácito de la alta jerarquía religiosa mexicana. Se dice que un pueblo que olvida su historia está condenado a repetir los mismos errores; peor, digo yo, si ese pueblo la ignora. Quizá parezca un exceso el que este autor critique la reanudación de relaciones con la Santa Sede; pero habría que voltear los ojos hacia lo concreto: desde entonces, el clero mexicano se ha venido fortaleciendo políticamente; se expresa sin empacho sobre asuntos de Estado; y no sólo de palabra, sino de hecho: fueron capaces de considerar como crimen de Estado el asesinato –a manos de los señores del narcotráfico- del cardenal Posadas (¿de un Estado que les restituyó el poder?); de condenar la actuación del obispo Samuel Ramos (uno de los pocos clérigos que levantan la voz contra el sistema) en el apaciguamiento y negociación del estallido guerrillero en Chiapas (se sugirió que él había sido el instigador del movimiento); de promover un llamado de atención papal al obispo Raúl Vera (otro de esos pocos) por condenar y señalar violaciones a los derechos humanos de luchadores sociales, trabajadores mineros, indígenas y migrantes, además de que ha insistido en el peligro que representa la cercanía del actual presidente, Felipe Calderón con en ejército (ha advertido la posibilidad de una dictadura); de azuzar –desde el mismo arzobispado- a las masas católicas contra el movimiento lopezobradorista (como lo relatamos en un apartado anterior); y –nada más y cada menos- de presionar para modificar la Constitución en lo tocante a la relación Iglesia – Estado: están pugnando por participar abiertamente en política y por que la enseñanza proporcionada por el Estado incluya clases de catecismo. De modo que no se trata aquí de atacar un asunto de fe sino político, social e histórico. Intentan destruir el Estado Laico que rige desde las leyes de Reforma impulsadas por los liberales –cuya cabeza fue Juárez- como producto de aquella, ya referida, Revolución de Ayutla.
La dirección correcta que debe seguir la Historia, según estos revisionistas, es hacia atrás; hacia el pasado. Más aún: intentan hacer creer que eso que llaman “estabilidad” (que en primer instancia es conservadurismo y en última, reacción) es “progreso”; que las luchas por situar a México en el presente han sido inútiles. Recientemente, el escritor (reputado como “intelectual”) Héctor Aguilar Camín, llegó al extremo de decir en una mesa de discusión televisada –en la que no hubo discusión, por cierto- que “las revoluciones han sido un fracaso”. Habría que decir, en base a la simple observación del pasado, que las revoluciones –aquí y en China, como en todo el universo- se han encargado de derrocar los viejos órdenes, en todos sentidos, para instaurar los nuevos, los acordes con las condiciones que privan aquí y ahora en el entorno del que se trate. Imagine el lector qué hubiera sido de la humanidad –y del mismo cosmos- sin revoluciones: en lo inmediato, seguiríamos siendo labriegos esclavizados; en lo mediato, cavernícolas; en lo remoto, simios; y en lo non plus ultra, no existiría planeta Tierra, Vía Láctea, ni Universo. Si se gestan como producto de la violencia, es porque hay resistencias físicas al cambio (las que traspuestas en la cabeza del Hombre devienen ideología). Resistencias que, independientemente de la voluntad y hasta de la fuerza, han sido, son y serán vencidas. Tal es la dialéctica de la Historia. Es la Dialéctica de la Naturaleza. Es la fuerza de la necesidad.
Esas revoluciones también han transformado el producto más desarrollado de la materia: el pensamiento. Sin embargo, estos ilustres émulos de Lucas Alamán pretenden creer y hacer creer que lo vigente en ese terreno son las ideas plasmadas hace más de 2000 años en la filosofía de Platón (que, necio sería dudarlo, en ese entonces significaron una revolución respecto de las concepciones anteriores) cuando las ciencias particulares apenas empezaban a independizarse de la Filosofía. Quieren seguir separando el mundo de las ideas del de la materialidad, como si Aristóteles no hubiera existido.
Para ellos, Darwin, Marx, Engels y Freud tampoco existieron.
Esa fiebre que hizo presa de multitud de mexicanos en el año 2000 derivada de la enfermedad de la “democratitis” (mal que consiste en exacerbar la euforia por haber creído que la derrota del PRI en las urnas significaba un avance) y que dio paso al ascenso del Partido Acción Nacional (PAN), después de 6 años está derivando en trastornos depresivos (lo digo en tono de sarcasmo). Se ha convertido en desencanto al atestiguar que el promotor del “cambio” y de esos avances “democráticos” –Vicente Fox- resultó ser un continuador de las políticas económicas de sus dos antecesores priístas y de las prácticas nefastas que tanto se criticaban de los gobiernos de la “Dictadura Perfecta”: el tráfico de influencias, el enriquecimiento de los personajes en el poder –incluido el suyo y el de allegados- y el desentendimiento ante la corrupción e impunidad. Y muchas sutilezas más, como el fortalecer a sectores políticos e ideológicos de corte sinarquista (fascista) dentro de su partido y en la sociedad. De dirigir la economía a favorecer –como afirmó- a los empresarios –a ciertos grupos- acostumbrados a vivir a expensas del gobierno: parásitos que desde luego se convirtieron en incondicionales que pusieron todos sus oficios y recursos a emprender una campaña de descrédito hacia el candidato a la presidencia por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) Andrés Manuel López Obrador en el 2006 y en favor de la continuidad personificada por Felipe Calderón.
Bien, si el gobierno juarista se encargó de retirar fueros y privilegios al clero y a la milicia, estos dos personajes de la reacción –Fox y Calderón, respectivamente- se han encargado de devolvérselos. Y aquí se confirma aquello de que los pueblos que olvidan –o ignoran- su historia, están condenados a repetir sus errores. Si la mayoría de los mexicanos conociera la historia hubiera sabido que votar por el PAN en el 2000 era –inclusive- peor que hacerlo por el PRI, pues aquel partido es el heredero del conservadurismo y, más allá, descendiente directo del criollaje retardatario; el mismo que entronizó a Iturbide, el que se sirvió de Santa Anna, el que trajo a Maximiliano, el que se sirvió –también- de la dictadura porfirista (como veremos).
Lo que quieren hacer los “desmitificadores” de la Historia de México es deformarla, por franca conveniencia o por ignorancia; ignorancia que ocultan tras títulos y diplomas, obtenidos generalmente en el extranjero, que los acredita como especialistas en tal o cual materia, pero que los hace perder la visión de la diversidad, de la universalidad; aunque les da la oportunidad de impresionar al neófito: “En su libro Tal el politólogo norteamericano Fulanow D. Talowsky afirma que en México…”. Bien, pero… ¿qué dicen los autores y documentos mexicanos? ¿Cuál método utilizan para sus análisis históricos?, ¿la lectura del inglés?
Discúlpeseme la ironía.
Aquí cerramos el primer círculo o tramo de la espiral histórica de México. Continuaremos con una suerte de interludio –de 30 años, la dictadura de Porfirio Díaz- que desembocará en el movimiento que produjo el tardío arribo del país al modo de producción capitalista: La Revolución Mexicana (1910) que, se considera, fue la primera del siglo pasado cuyo objetivo era implantar la justicia social. Este periodo se encuentra íntimamente imbricado con la realidad mexicana del hoy.
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO
(Parte XII)
Por: Gabriel Castillo-Herrera.
Existe, en nuestros días, una corriente de pensamiento (intelectualillos e intelectualotes que tratan de congraciarse con el actual gobierno) que intenta “desmitificar” la Historia de México porque –según ellos- ha sido escrita con el único ánimo de dignificar y justificar el sistema (al que el escritor Mario Vargas Llosa nombra “Dictadura Perfecta”), implantado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó México desde los primeros tiempos post revolucionarios –finales de los años veinte del siglo pasado- hasta el año 2000. Argumentan que este partido manipuló los hechos pasados con el fin de hacer creer que su instituto político era el heredero de las luchas libertarias habidas desde la Independencia. Con este fin –también, según ellos- se mitificó a los héroes sin verlos como “hombres de carne y hueso” en grado tal que se les inventaron virtudes que no tenían y se escondieron sus grandes defectos. Se forjó una falsa historia de “buenos y malos”.
Bajo tales premisas, pretenden –una vez más, según ellos- poner en su justa dimensión a los personajes del pasado mexicano. Así, insinúan que Agustín de Iturbide debe ser reivindicado porque fue quien consumó la Independencia; pero muestran disimulo ante los motivos y repercusiones del asunto: erigirse como emperador y perpetuar un sistema de privilegios que favorecían al clero, a la milicia y al sistema judicial, además de reafirmar el esquema económico vigente en la Colonia –pero sin metrópoli- que beneficiara a los criollos. También arguyen que Maximiliano era, en realidad, un hombre de ideario liberal y que pretendía –como lo juró en Miramar- defender la independencia y velar por la integridad del territorio nacional; sí, pero -convirtiéndose en un instrumento al servicio de Napoleón III-, vino con un ejército invasor; decidió unir su destino a los usurpadores del legítimo gobierno mexicano, quienes crearon otro de facto, y decretó perseguir a los liberales por considerarlos gavilleros. A nadie en su sano juicio se le ocurriría elevar a Santa Anna, sin embargo, hay quien sugiere que fue “víctima de las circunstancias” de su tiempo; nomás que la mayoría de las “circunstancias” fueron creadas por él mismo y por el clero, al que favorecía con sus fuerzas militares -y sus múltiples administraciones- y decisiones gubernamentales. Pretenden justificar el que Porfirio Díaz –de quien hablaremos adelante- instaurara un régimen de “mucha administración y poca política” que pacificó el país y lo situó “en la senda del progreso” durante los 30 años de su mandato (a la muerte de Juárez y con un golpe de Estado a su sucesor, Sebastián Lerdo de Tejada, no sin antes haberlo intentado y fracasado contra aquél); pero parecen olvidar que lo hizo regresando a la Iglesia posesiones bajo el engañoso sistema de “presta nombres”, hipotecando el futuro de generaciones enteras mediante nuevos empréstitos e “inversiones” extranjeras, fortaleciendo el hacendismo (régimen económico de carácter feudal con tintes esclavistas) e imponiendo una paz –más bien, ejerció una violencia social institucionalizada- basada en matanzas de indígenas alzados, obreros textiles y mineros.
Pero la ofensiva “neo cangreja” (quien haya seguido el curso de estas reflexiones entenderá que me refiero a los nuevos conservadores, los que hoy gobiernan México) no se detiene aquí. Ahora tratan de minimizar la estatura de Juárez afirmando que se trataba de un personaje enfermo de poder; que extendió su mandato, no por una necesidad histórica de coyuntura, sino por ansia dictatorial que redundó en que algunos de sus compañeros de ideario y acción se alejaran de él (Melchor Ocampo, Guillermo Prieto) e, incluso, se confabularan contra su gobierno (como el mismo Porfirio Díaz, pieza clave en la guerra contra el Segundo Imperio; como González Ortega, vencedor en la Guerra de Tres Años). Se le tacha de necio por no haber querido dialogar con Maximiliano y por haberlo fusilado (hay quien llama al acto “asesinato”, no obstante que el Habsburgo estuvo sujeto a un consejo de guerra que lo condenó a tal suerte). Y, claro, se hace burla de las leyendas –si se quiere, un tanto fantasiosas y románticas; pero no por ello menos ponderables- que se han creado en torno a su infancia humilde y a su origen indígena, lanzando epítetos cercanos a aquellos con los que se expresó Santa Anna del Benemérito.
Más allá de lo que se dice y escribe, en la práctica, durante la presidencia del maoísta Salinas de Gortari se entablaron relaciones diplomáticas con el Vaticano; su sucesor, Ernesto Zedillo, tránsfuga del marxismo y entonces Secretario (ministro) de Educación, comenzó esa “revisión” de la Historia de México. Hoy, la enseñanza básica de esa materia en las escuelas que dependen del Estado es deficiente y casi nula; eso sí, se hace casi una apología del “avance democrático” que se ha gestado en el país a partir del año 2000, con el arribo a la Primera Magistratura de Vicente Fox, quien desde los primeros días de su gobierno manifestó sin ningún decoro que el suyo era de empresarios y para empresarios, lo que en un país en donde la pobreza extrema suma millones es un verdadero insulto a la población; por añadidura, el señor revivió aquella costumbre de acudir a dar gracias al Altísimo por haber ascendido al poder, con el beneplácito de la alta jerarquía religiosa mexicana. Se dice que un pueblo que olvida su historia está condenado a repetir los mismos errores; peor, digo yo, si ese pueblo la ignora. Quizá parezca un exceso el que este autor critique la reanudación de relaciones con la Santa Sede; pero habría que voltear los ojos hacia lo concreto: desde entonces, el clero mexicano se ha venido fortaleciendo políticamente; se expresa sin empacho sobre asuntos de Estado; y no sólo de palabra, sino de hecho: fueron capaces de considerar como crimen de Estado el asesinato –a manos de los señores del narcotráfico- del cardenal Posadas (¿de un Estado que les restituyó el poder?); de condenar la actuación del obispo Samuel Ramos (uno de los pocos clérigos que levantan la voz contra el sistema) en el apaciguamiento y negociación del estallido guerrillero en Chiapas (se sugirió que él había sido el instigador del movimiento); de promover un llamado de atención papal al obispo Raúl Vera (otro de esos pocos) por condenar y señalar violaciones a los derechos humanos de luchadores sociales, trabajadores mineros, indígenas y migrantes, además de que ha insistido en el peligro que representa la cercanía del actual presidente, Felipe Calderón con en ejército (ha advertido la posibilidad de una dictadura); de azuzar –desde el mismo arzobispado- a las masas católicas contra el movimiento lopezobradorista (como lo relatamos en un apartado anterior); y –nada más y cada menos- de presionar para modificar la Constitución en lo tocante a la relación Iglesia – Estado: están pugnando por participar abiertamente en política y por que la enseñanza proporcionada por el Estado incluya clases de catecismo. De modo que no se trata aquí de atacar un asunto de fe sino político, social e histórico. Intentan destruir el Estado Laico que rige desde las leyes de Reforma impulsadas por los liberales –cuya cabeza fue Juárez- como producto de aquella, ya referida, Revolución de Ayutla.
La dirección correcta que debe seguir la Historia, según estos revisionistas, es hacia atrás; hacia el pasado. Más aún: intentan hacer creer que eso que llaman “estabilidad” (que en primer instancia es conservadurismo y en última, reacción) es “progreso”; que las luchas por situar a México en el presente han sido inútiles. Recientemente, el escritor (reputado como “intelectual”) Héctor Aguilar Camín, llegó al extremo de decir en una mesa de discusión televisada –en la que no hubo discusión, por cierto- que “las revoluciones han sido un fracaso”. Habría que decir, en base a la simple observación del pasado, que las revoluciones –aquí y en China, como en todo el universo- se han encargado de derrocar los viejos órdenes, en todos sentidos, para instaurar los nuevos, los acordes con las condiciones que privan aquí y ahora en el entorno del que se trate. Imagine el lector qué hubiera sido de la humanidad –y del mismo cosmos- sin revoluciones: en lo inmediato, seguiríamos siendo labriegos esclavizados; en lo mediato, cavernícolas; en lo remoto, simios; y en lo non plus ultra, no existiría planeta Tierra, Vía Láctea, ni Universo. Si se gestan como producto de la violencia, es porque hay resistencias físicas al cambio (las que traspuestas en la cabeza del Hombre devienen ideología). Resistencias que, independientemente de la voluntad y hasta de la fuerza, han sido, son y serán vencidas. Tal es la dialéctica de la Historia. Es la Dialéctica de la Naturaleza. Es la fuerza de la necesidad.
Esas revoluciones también han transformado el producto más desarrollado de la materia: el pensamiento. Sin embargo, estos ilustres émulos de Lucas Alamán pretenden creer y hacer creer que lo vigente en ese terreno son las ideas plasmadas hace más de 2000 años en la filosofía de Platón (que, necio sería dudarlo, en ese entonces significaron una revolución respecto de las concepciones anteriores) cuando las ciencias particulares apenas empezaban a independizarse de la Filosofía. Quieren seguir separando el mundo de las ideas del de la materialidad, como si Aristóteles no hubiera existido.
Para ellos, Darwin, Marx, Engels y Freud tampoco existieron.
Esa fiebre que hizo presa de multitud de mexicanos en el año 2000 derivada de la enfermedad de la “democratitis” (mal que consiste en exacerbar la euforia por haber creído que la derrota del PRI en las urnas significaba un avance) y que dio paso al ascenso del Partido Acción Nacional (PAN), después de 6 años está derivando en trastornos depresivos (lo digo en tono de sarcasmo). Se ha convertido en desencanto al atestiguar que el promotor del “cambio” y de esos avances “democráticos” –Vicente Fox- resultó ser un continuador de las políticas económicas de sus dos antecesores priístas y de las prácticas nefastas que tanto se criticaban de los gobiernos de la “Dictadura Perfecta”: el tráfico de influencias, el enriquecimiento de los personajes en el poder –incluido el suyo y el de allegados- y el desentendimiento ante la corrupción e impunidad. Y muchas sutilezas más, como el fortalecer a sectores políticos e ideológicos de corte sinarquista (fascista) dentro de su partido y en la sociedad. De dirigir la economía a favorecer –como afirmó- a los empresarios –a ciertos grupos- acostumbrados a vivir a expensas del gobierno: parásitos que desde luego se convirtieron en incondicionales que pusieron todos sus oficios y recursos a emprender una campaña de descrédito hacia el candidato a la presidencia por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) Andrés Manuel López Obrador en el 2006 y en favor de la continuidad personificada por Felipe Calderón.
Bien, si el gobierno juarista se encargó de retirar fueros y privilegios al clero y a la milicia, estos dos personajes de la reacción –Fox y Calderón, respectivamente- se han encargado de devolvérselos. Y aquí se confirma aquello de que los pueblos que olvidan –o ignoran- su historia, están condenados a repetir sus errores. Si la mayoría de los mexicanos conociera la historia hubiera sabido que votar por el PAN en el 2000 era –inclusive- peor que hacerlo por el PRI, pues aquel partido es el heredero del conservadurismo y, más allá, descendiente directo del criollaje retardatario; el mismo que entronizó a Iturbide, el que se sirvió de Santa Anna, el que trajo a Maximiliano, el que se sirvió –también- de la dictadura porfirista (como veremos).
Lo que quieren hacer los “desmitificadores” de la Historia de México es deformarla, por franca conveniencia o por ignorancia; ignorancia que ocultan tras títulos y diplomas, obtenidos generalmente en el extranjero, que los acredita como especialistas en tal o cual materia, pero que los hace perder la visión de la diversidad, de la universalidad; aunque les da la oportunidad de impresionar al neófito: “En su libro Tal el politólogo norteamericano Fulanow D. Talowsky afirma que en México…”. Bien, pero… ¿qué dicen los autores y documentos mexicanos? ¿Cuál método utilizan para sus análisis históricos?, ¿la lectura del inglés?
Discúlpeseme la ironía.
Aquí cerramos el primer círculo o tramo de la espiral histórica de México. Continuaremos con una suerte de interludio –de 30 años, la dictadura de Porfirio Díaz- que desembocará en el movimiento que produjo el tardío arribo del país al modo de producción capitalista: La Revolución Mexicana (1910) que, se considera, fue la primera del siglo pasado cuyo objetivo era implantar la justicia social. Este periodo se encuentra íntimamente imbricado con la realidad mexicana del hoy.