Cultura y Trucultura
CULTURA Y TRUCULTURA.(O: “La magnesia y la gimnasia”).
Por: Gabriel Castillo-Herrera.
Hasta todavía unos cuantos ayeres, el día 21 de marzo se conmemoraba, casi ceremonialmente, el Natalicio de Don Benito Juárez; sin embargo, de un tiempo acá, desde que el conservadurismo se rehizo de poder político, tal conmemoración cedió ante el festejo de la llegada de la primavera: niños que desfilan por las cercanías de sus escuelas disfrazados de abejitas, mariposas, hadas; grandes que se visten de blanco y se montan irresponsablemente en las pirámides construidas por las culturas autóctonas, para “cargarse de energía” y otra serie de novedosas creencias y liturgias de híbridos orígenes en los que la New Age se enreda con ritos ancestrales.
La llegada del Sol nuevo, desde que la agricultura apareció, representaba para los antiguos (en la mayoría de las sociedades que en el mundo han sido) la oportunidad de reproducir su existencia por un ciclo anual más: siembra, cultivo, cosecha y, por ende, alimentación para la subsistencia se convertían en una posibilidad tangible que el astro les regalaba. No por nada las grandes culturas tomaron al Sol como máxima divinidad a la que se ofrendaban, inclusive, vidas humanas para hacer posible su resurgimiento día tras día, año tras año.
Ni el triunfo político y económico de las religiones politeístas y antropomorfas pudieron echar abajo las helióteas : tuvieron que aceptar un sincretismo a manera de pacto entre lo viejo y lo nuevo (Apolo lleva un sol tras la cabeza). Más aún: tal sincretismo tuvo que ser aceptado por algunas de las religiones monoteístas. Así, Jesucristo, hijo de Dios -al igual que Apolo, hijo de otro dios- también lleva un sol tras la cabeza (la aureola), lo que se hace extensivo a toda la corte celestial (a propósito: esta misma como resultado de un pacto entre politeísmo y monoteísmo).
Hoy todos sabemos que nuestra existencia, y la de todo lo vivo, es posible gracias al Sol; pero, sin embargo, nadie le otorga el estatus de Dios.
Pero volvamos al punto del cual partimos. En nuestros días, los símbolos que nos identificaban con la tierra -con La Patria, pues- están siendo relegados y francamente enviados al baúl del olvido. Así, escasamente se recordó que el 10 de abril se conmemoraba un año más del ajusticiamiento a traición de que fue objeto uno de los líderes revolucionarios más comprometidos con los desposeídos: Emiliano Zapata.
Los modernísimos analistas políticos –que curiosamente se muestran satisfechos con la “transición hacia la democracia” que supuestamente se está gestando en México- justifican el echar a la basura a ciertos personajes de la historia con el sofisma de que hay que desmitificarla, pues –para ellos- es producto de una entronización de los antecedentes que dieron pié al régimen autoritario instaurado por el PRI para validar su permanencia en el poder durante 70 años. Aunque, sospechosamente, dejan en su sitio a Madero (quien, en última instancia, paró en seco la Revolución que pugnaba por las reivindicaciones de la justicia social en el campo), justifican la dictadura porfirista porque “hubo progreso” (¿para quiénes?), el imperio de Maximiliano (porque él, en lo particular, era progresista), a Lucas Alamán (porque era un gran intelectual), y hasta a Iturbide (porque “logró” –mejor dicho: se apropió- la Independencia).
Sin embargo, parece ser que esos deseos de desmitificación son bastante convenencieros; pues en este mismo mes, en el cual pasó inadvertida la memoria de Zapata, sí hubo espacio para recordar con bombo y platillo otro mito que nada tiene que ver con lo que ha forjado esta nación ni con lo que le da identidad al mexicano (a no ser que lo que nos identifique sea el borrachazo, el machismo, la cursilería, la ignorancia, el culto a las abnegadas madrecitas, el despecho y la socarronería): el cincuentenario de “la partida de Pedrito”, Pedrito Infante. Medios impresos y electrónicos, personajes de la política y hasta el mundo “cultural”, se hermanaron para recordar al ídolo popular surgido del mismo pueblo (¿acaso Zapata surgió de la aristocracia?).
Esos mitos sí hay que perpetuarlos, para que el populacho entienda que “pueblo eres y en pueblo te convertirás” y que así será por los siglos de los siglos, amén. “Es que Pedro Infante forma parte de la cultura del mexicano”, aducen algunas mentes “brillantes” que pretenden desconocer que “la Cultura” tiene dos acepciones: una, desde el punto de vista antropológico, y otra desde la perspectiva del desarrollo de la creatividad en los terrenos de lo intelectual y lo artístico –lo estético, pues- de una sociedad; y ahí nada tuvo que hacer el homenajeado “Torito”, quien tan sólo fue un producto comercial, de muy poca calidad por cierto, propio del subdesarrollo. La oferta del nuevo sistema es “dar al pueblo PAN –así, como acrónimo- y circo”.
Una cosa es la cultura y otra la trucultura (de Trucutú, el hombre de las cavernas de la tira cómica), infame esperpento de tinte clasista al que llaman “cultura popular”, que ni es cultura ni de génesis popular, sino su antípoda: incultura empresarial.
Correo: arbolperenne@yahoo.com.mx
Por: Gabriel Castillo-Herrera.
Hasta todavía unos cuantos ayeres, el día 21 de marzo se conmemoraba, casi ceremonialmente, el Natalicio de Don Benito Juárez; sin embargo, de un tiempo acá, desde que el conservadurismo se rehizo de poder político, tal conmemoración cedió ante el festejo de la llegada de la primavera: niños que desfilan por las cercanías de sus escuelas disfrazados de abejitas, mariposas, hadas; grandes que se visten de blanco y se montan irresponsablemente en las pirámides construidas por las culturas autóctonas, para “cargarse de energía” y otra serie de novedosas creencias y liturgias de híbridos orígenes en los que la New Age se enreda con ritos ancestrales.
La llegada del Sol nuevo, desde que la agricultura apareció, representaba para los antiguos (en la mayoría de las sociedades que en el mundo han sido) la oportunidad de reproducir su existencia por un ciclo anual más: siembra, cultivo, cosecha y, por ende, alimentación para la subsistencia se convertían en una posibilidad tangible que el astro les regalaba. No por nada las grandes culturas tomaron al Sol como máxima divinidad a la que se ofrendaban, inclusive, vidas humanas para hacer posible su resurgimiento día tras día, año tras año.
Ni el triunfo político y económico de las religiones politeístas y antropomorfas pudieron echar abajo las helióteas : tuvieron que aceptar un sincretismo a manera de pacto entre lo viejo y lo nuevo (Apolo lleva un sol tras la cabeza). Más aún: tal sincretismo tuvo que ser aceptado por algunas de las religiones monoteístas. Así, Jesucristo, hijo de Dios -al igual que Apolo, hijo de otro dios- también lleva un sol tras la cabeza (la aureola), lo que se hace extensivo a toda la corte celestial (a propósito: esta misma como resultado de un pacto entre politeísmo y monoteísmo).
Hoy todos sabemos que nuestra existencia, y la de todo lo vivo, es posible gracias al Sol; pero, sin embargo, nadie le otorga el estatus de Dios.
Pero volvamos al punto del cual partimos. En nuestros días, los símbolos que nos identificaban con la tierra -con La Patria, pues- están siendo relegados y francamente enviados al baúl del olvido. Así, escasamente se recordó que el 10 de abril se conmemoraba un año más del ajusticiamiento a traición de que fue objeto uno de los líderes revolucionarios más comprometidos con los desposeídos: Emiliano Zapata.
Los modernísimos analistas políticos –que curiosamente se muestran satisfechos con la “transición hacia la democracia” que supuestamente se está gestando en México- justifican el echar a la basura a ciertos personajes de la historia con el sofisma de que hay que desmitificarla, pues –para ellos- es producto de una entronización de los antecedentes que dieron pié al régimen autoritario instaurado por el PRI para validar su permanencia en el poder durante 70 años. Aunque, sospechosamente, dejan en su sitio a Madero (quien, en última instancia, paró en seco la Revolución que pugnaba por las reivindicaciones de la justicia social en el campo), justifican la dictadura porfirista porque “hubo progreso” (¿para quiénes?), el imperio de Maximiliano (porque él, en lo particular, era progresista), a Lucas Alamán (porque era un gran intelectual), y hasta a Iturbide (porque “logró” –mejor dicho: se apropió- la Independencia).
Sin embargo, parece ser que esos deseos de desmitificación son bastante convenencieros; pues en este mismo mes, en el cual pasó inadvertida la memoria de Zapata, sí hubo espacio para recordar con bombo y platillo otro mito que nada tiene que ver con lo que ha forjado esta nación ni con lo que le da identidad al mexicano (a no ser que lo que nos identifique sea el borrachazo, el machismo, la cursilería, la ignorancia, el culto a las abnegadas madrecitas, el despecho y la socarronería): el cincuentenario de “la partida de Pedrito”, Pedrito Infante. Medios impresos y electrónicos, personajes de la política y hasta el mundo “cultural”, se hermanaron para recordar al ídolo popular surgido del mismo pueblo (¿acaso Zapata surgió de la aristocracia?).
Esos mitos sí hay que perpetuarlos, para que el populacho entienda que “pueblo eres y en pueblo te convertirás” y que así será por los siglos de los siglos, amén. “Es que Pedro Infante forma parte de la cultura del mexicano”, aducen algunas mentes “brillantes” que pretenden desconocer que “la Cultura” tiene dos acepciones: una, desde el punto de vista antropológico, y otra desde la perspectiva del desarrollo de la creatividad en los terrenos de lo intelectual y lo artístico –lo estético, pues- de una sociedad; y ahí nada tuvo que hacer el homenajeado “Torito”, quien tan sólo fue un producto comercial, de muy poca calidad por cierto, propio del subdesarrollo. La oferta del nuevo sistema es “dar al pueblo PAN –así, como acrónimo- y circo”.
Una cosa es la cultura y otra la trucultura (de Trucutú, el hombre de las cavernas de la tira cómica), infame esperpento de tinte clasista al que llaman “cultura popular”, que ni es cultura ni de génesis popular, sino su antípoda: incultura empresarial.
Correo: arbolperenne@yahoo.com.mx