Para entender el México de Hoy
PEQUEÑA CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO.
Por: Gabriel Castillo-Herrera.
El resultado de las experiencias guerrilleras hasta los años 70’s –las que planteaban derrocar de “golpe y porrazo” al Estado- convenció a quienes no encontraron otro camino que la lucha armada para transformar la sociedad mexicana de que habría que llevar a la práctica una guerra a largo, larguísimo, plazo; una guerra casi permanente, una de baja intensidad.
Durante la Guerra de Independencia, a partir de la derrota y muerte de los primeros insurgentes, Vicente Guerrero llevó a cabo ese tipo de táctica y la sostuvo hasta que nuevas condiciones de carácter coyuntural cambiaron la situación. De tal manera que esa práctica es acertada desde una perspectiva histórica (tema aparte fue que Guerrero hay entregado todo el poder a Iturbide, en aras de la consecución de la independencia, con las consecuencias sabidas: la entronización del criollaje en detrimento de los mestizos, otras castas e indígenas, lo que propició la instauración de un sistema político en pugna, con levantamientos, revoluciones y contrarrevoluciones, que perdura hasta nuestros días.
Vicente Guerrero, insisto en ello, no habría tenido ninguna posibilidad de sostener su movimiento y de fortalecerse de no haberse modificado la correlación de fuerzas tanto en la América colonizada como en la metrópoli y Europa.
Regreso al presente:
La agitación política legalizada –e, incluso, la ilegal-, que actúa en las zonas urbanas donde se asientan los poderes económicos, políticos, jurídicos, militares e ideológicos del Estado, se complementa en algún punto con el movimiento guerrillero. Ello no garantiza –per se- el éxito de la insurrección; pero el no hacerlo sí determina su fracaso; (por tal consideración, no se explica el desprecio observado en la sexta declaración marquiana –que no zapatista- por la movilización social encarnada en la candidatura de AMLO, y mucho menos oponerla a “La Otra Campaña”).
La guerrilla rural tiene su origen no en la injusticia, sino en la utilización de la “justicia”, en contubernio con los poderes fácticos de los caciques, para despojar a la población de los únicos medios con que cuenta para reproducir la existencia propia y de las familias: la tierra y el agua.
[NB: el cacicazgo era una institución que ya se practicaba en Mesoamérica antes de la llegada de los españoles. Quizá su paralelo en Europa fuera el señor feudal; sólo que la versión indígena tenía una connotación más de patriarca que de dueño de los destinos de sus vasallos. Los conquistadores le dieron el cariz europeo y cuando la corona tomó el control de la Colonia los cacicazgos tomaron dos vertientes: una criolla (que cuenta con la bendición de la alta jerarquía eclesiástica), que dio origen a los grandes hacendados, y otra mestiza: un híbrido entre las dos concepciones originales (bastión del bajo clero) que en un tiempo se convirtió en resistencia contra el dominio criollo (el padre de Vicente Guerrero y Juan Álvarez son ejemplos de este arquetipo). Al arribo del porfiriato, ambas se confunden y sólo difieren en niveles de poder; pero ambas se convierten –al amparo de la Ley- en explotadoras del indígena. La Revolución se encarga de derrocar a las de origen criollo; pero, irónicamente, atrae a la otra para sumarla a su sistema corporativista en el sector “campesino” a la vez que fomenta la formación de ejidos, con lo que propicia una nueva lucha de clases en el campo mexicano].
En el sureste, la dominación fue incruenta merced a la violenta Guerra de Castas, misma que, prácticamente, subsistió hasta el periodo cardenista y al salvaje sistema de explotación que se practicaba en las haciendas henequeneras del porfiriato y servía para “ablandar” las rebeliones indígenas en todo el país mediante las deportaciones regionales. En Chihuahua los raramuri huyeron a las montañas para evitar la violencia y la explotación del enemigo más cercano: el ladino. En Sonora los Yaqui fueron siempre un grupo hostil al blanco y el mestizo hasta que el obregonismo los asimiló como huestes en la Revolución. Y esa abusiva política encaminada hacia el exterminio y aplicación de las leyes que ha sido practicada en contra de las comunidades indígenas desde tiempos de la Colonia es la que motiva los movimientos guerrilleros del siglo pasado. Ejemplo de esto, aunque con distintos matices e historias, se presentan en Morelos, Guerrero y Oaxaca (curiosamente, estados donde se asentaron las posesiones otorgadas a Hernán Cortés por la Corona Española). Presente y pasado se conjugan.
Los brotes guerrilleros paradigmáticos por excelencia se dieron en las montañas de Guerrero en los años 70; no es casual que se hayan dado en sitios donde la miseria, la explotación y el despojo hacia los indígenas han permanecido constantes y sin visos de cambiar desde hace siglos.
El caso de Chiapas es particularmente especial y se complicó recientemente (poco menos de 50 años). Ciertas etnias, por diversas causas, abandonaron o fueron echados de sus tierras de origen y fueron a instalarse a las cañadas. Diversos decretos presidenciales contradictorios –uno a favor de ellos, otro a favor de los lacandones, otro que daba el status de reserva a esas tierras-, los largos periodos de espera para el otorgamiento de tierras y, finalmente, la reforma al Artículo 27, hicieron que los finqueros, ganaderos y madereros sacaran el mejor provecho y despojaran a las diversas etnias contando con la complicidad de caciques y autoridades locales y federales (¿acaso no son una y otra cosa a la vez?). Ello devino, en forma soterrada y paulatina en el alzamiento zapatista.
La guerrilla urbana, más reciente, se origina como respuesta a la cerrazón del Estado para permitir la disidencia política legal; condición que privó a todo lo ancho y largo de Latinoamérica como consecuencia de la política del “big stick” y el macartismo, ejes de la política exterior de carácter económico e ideológico en tiempos de la Guerra Fría, que creía ver por doquier la “amenaza comunista”. Y, macabra ironía, el Estado permitía la existencia de instancias que preparaban ideológicamente a sus opositores: en la UNAM (Economía, Ciencias Políticas y Filosofía y Letras) se propiciaba la enseñanza del pensamiento socialista y comunista; se permitía la libre edición y difusión de textos escritos por los grandes teóricos del marxismo. Macabra ironía, porque el partido Comunista estaba, de hecho, proscrito y la mínima disidencia era reprimida con toda la fuerza del Estado.
Macabra ironía de granjero: el Estado propiciaba –o al menos no prohibía- la culturización política de sus futuras víctimas, como si tuviera que entregar a la CIA una cuota de movimientos “subversivos” desarticulados y de enemigos del “Mundo Libre”. Macabra ironía: preparaba “cuadros” para futuras persecuciones, encarcelamientos, torturas, desaparecidos y muertos. Ante ese panorama, no quedaba más camino que la acción propagandística clandestina, participar en manifestaciones masivas bajo propia cuenta y riesgo, o la lucha armada.
Así, mientras que la guerrilla rural se dio por razones que atañen a la subsistencia misma, la urbana se alimentó a instancias de carácter ideológico. La primera por razones que tienen que ver con el ser; la segunda, con el pensar, con la conciencia. En esencia: la primera, contra la “justicia”; la segunda, contra las injusticias.
Distintas, también, desde un punto de vista étnico: la rural, con profundas raíces indígenas; la urbana llevada a cabo por los hijos del mestizaje (la clase media ilustrada y el proletariado con acceso a la educación superior).
Ya a mediados de los años 70, cuando ambos tipos de guerrilla, los movimientos sindicales independientes y los estudiantiles habían sido aplastados, el Estado se vio forzado a prevenirse contra toda una generación llena de resentimiento social haciendo ajustes en las leyes electorales que permitieron el registro, como candidato “independiente” a Valentín Campa, luchador comunista desde su juventud. Más tarde, una primera reforma política hizo posible el arribo del Partido Comunista, con registro legal, al sistema político electoral, a lo cual siguieron otros partidos y asociaciones políticas de izquierda. A eso siguió la negociación y el convencimiento de que el sectarismo y la protección de membretes partidarios hacían imposible la transformación de la izquierda en un ente capaz de enfrentar a los otros partidos (o al otro: al PRI) para obtener triunfos electorales. Así, gracias a la visión y actuación de Arnoldo Martínez Verdugo y de Heberto Castillo, la izquierda se fue fusionando. Una fractura dentro del PRI buscó aliarse a los partidos anteriores a fin de contar con un registro electoral. Nuevamente Martínez Verdugo –que no Cárdenas- tuvo la visión para hacer posible forjar lo que hoy es el PRD.
A partir de que un junior del sistema político mexicano, que se preciaba de haber sido maoísta, llegó a la Presidencia de la República como resultado del fraude electoral de 1988, una nueva cerrazón del Estado se puso de manifiesto contra el nuevo partido de izquierda: cobro vidas de muchísimos militantes y simpatizantes. Mientras, la reacción y el empresariado que vive a expensas del gobierno se fortalecían y crecían políticamente gracias a la “apertura” salinista. Discretas voces se manifestaban, oscuras, por la reelección; sugerencias no explícitas, chismorreos y rumores tales como los que hicieron posible que “el pueblo” se manifestara “libremente” por la entronización imperial de Iturbide. El asunto quedó ahí, pero no así la soberbia del inventor del esperpento nombrado “liberalismo social”.
Caro le salió. Por primera instancia, su reforma al Artículo 27 constitucional, dio la puntilla para un nuevo brote guerrillero en medio de la euforia (aciaga, por cierto) de la firma del TLC; fueron asesinados sus “delfines” políticos, los que le permitirían instaurarse como el nuevo “Jefe Máximo” (en el mejor sentido callista), con todo y sus “presidentes nopalitos”: Colosio, para sucederlo, y Ruiz Massieu para el 2000; su hermano –otro junior maoísta- fue a parar a la cárcel; y para sucederlo, en un virtual coup d’etat, su enemigo: Ernesto Zedillo, un polito también tránsfuga del marxismo.
Estos dos personajes pasarán a la Historia. Sí, el primero por meter a México, peso mosca, a competir contra pesos super completos en el ring de la globalidad. El otro, por haber hecho infinitamente millonarios a los banqueros a costa del pueblo. Ambos por empobrecer a las clases medias y pauperizar a las clases trabajadoras. El maoísta, viviendo como gran burgués; el segundo como empleado de los gringos.
Ante una reconversión del sistema político mexicano facilitada por las nuevas generaciones de tecnócratas made in BANXICO y universidades de elite –ligados, por cierto, a los grandes intereses financieros y petroleros globales- y por el arribo al poder federal del partido de la reacción por antonomasia, las guerrillas rurales cobran nueva vida para formar posiciones en una modestísima guerra de baja intensidad. Después de todo: ¿qué son 20, 50, 100 años para gente que ha sufrido la aplicación del “Estado de Derecho” desde hace 500 años? Nada.
Pero hay que repetirlo fuerte y quedo: no debe, en lo futuro, contraponerse bajo ninguna circunstancia este tipo de lucha con la otra, la que se lleva a cabo desde las condiciones impuestas desde el Estado. Me refiero a la que se está llevando a efecto en el frente popular (la llamada Convención Democrática), la que subsista del PRD, así como la de los diversos movimientos sociales y populares. Por las consecuencias funestas posibles de enfrentar (no olvidemos que al norte del Río Bravo están los EU’s) quisiera equivocarme; pero en algún momento tendrán que confluir si la cerrazón del gobierno calderonista persiste (como todo apunta) en su falta de visión de lo que significa instaurar un Estado policial y militar al servicio de los grandes capitales (incluidos los de la alta jerarquía eclesiástica) y en contra de los intereses populares y sus movilizaciones motivadas por el descontento (Oaxaca, Guerrero, Chiapas y el D. F.). Eso se nombra Fascismo. Y no es un eufemismo: recordemos que fue el sinarquismo uno de los entes que forjaron el PAN y que este partido alberga al Yunque.
Para algo debe servir el estudio de la Historia. La Colonia se montó sobre tres instancias de poder: el eclesiástico, el militar y el jurídico (eran las profesiones de españoles y los criollos). El juarismo se encargó de socavar el eclesiástico; la Revolución Mexicana (y específicamente el gobierno de Lázaro Cárdenas) se encargó de hacer lo propio con el militar (sin embargo, gracias a Fox y a Calderón, respectivamente, ambos poderes se están recomponiendo). Pero el corrupto poder judicial, que se ha encargado de inclinar la balanza de la Ley del lado del poder económico, permanece incólume. Un poder que tuvo la desfachatez de avalar un proceso electoral lleno de irregularidades, gestadas en la mismísima Presidencia de la República (en contubernio con los empresarios parásitos del Estado, el PAN y SNTE) a pesar de reconocerlas y así declararlo públicamente.
No es, pues, un galimatías llamar a Calderón y al PAN “reaccionarios”. Por mucho que presuman de ser modernos están situando a esas tres instancias de poder en el podio en el que se encontraban en un pasado tan lejano como la Colonia.
¿Modernos? Sí, modernos “cangrejos” que al igual que sus inspiradores sienten una gran fascinación por servir a los imperios de cada época (primero España, luego Francia y hoy, los EU’s); por inclinarse ante los intereses comerciales, industriales y financieros de éstos; por imitar sus banales modos de vida. Y les aceptan espejitos como pago a la entrega de oro (negro).
Modernos “cangrejos” que, al igual que sus mentores de antaño, cuentan con su corte de Lucas Alamanes que les aplauden sus errores históricos y que les canturrean que son aciertos; con su distorsionada concepción de la “paz social” impuesta a palos; con su convenenciera idea de Dios, un dios que les solapa y perdona todos sus pecados y los convierte en virtudes; con su caridad cristiana y sus patronatos para ganar indulgencias (y evadir impuestos); con su aplicación del “derecho” en contra del peladaje y a favor de la gente decente, como se denominan a sí; con toda su heredad criolla o ladina; con sus embusteras complicidades con los “moderados”; con todos sus turbios negocios; con toda su incultura; con sus ranchos ante la imposibilidad de tener haciendas; con todos sus sofismas y entelequias. Ahí están, pintados en el cuadro de la Historia de México y fotografiados en la realidad actual.
Modernos “cangrejos”, que ni siquiera alcanzan a ser conservadores: son retrógradas.
También para las posiciones que se les oponen, la Historia registra la claridad de pensamiento de la generación perteneciente al periodo de la Reforma, quienes supieron dejar los intereses sectarios a un lado –al menos mientras Juárez vivió- para vencer al enemigo. El episodio en que Comonfort (liberal “moderado”) se pasó del lado de los conservadores proporcionó la lección para entender que éstos eran los oponentes y que las diferencias entre los liberales (“puros” y “moderados”) debían dejarse de lado. Sólo así pudieron salir vencedores en la Guerra de Tres Años y con la fortaleza para derrocar al Imperio y restaurar la República.
Sirva ello de modelo en nuestros días a todas las fuerzas progresistas populares, sociales y políticas (armadas o dentro de la “legalidad”) partidarias de la revolución, entendida ésta como el derrocamiento de lo caduco: de lo que impide el desarrollo y que pretende, absurdamente, detener el devenir.
La realidad obliga a ello.
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO.
Por: Gabriel Castillo-Herrera.
El resultado de las experiencias guerrilleras hasta los años 70’s –las que planteaban derrocar de “golpe y porrazo” al Estado- convenció a quienes no encontraron otro camino que la lucha armada para transformar la sociedad mexicana de que habría que llevar a la práctica una guerra a largo, larguísimo, plazo; una guerra casi permanente, una de baja intensidad.
Durante la Guerra de Independencia, a partir de la derrota y muerte de los primeros insurgentes, Vicente Guerrero llevó a cabo ese tipo de táctica y la sostuvo hasta que nuevas condiciones de carácter coyuntural cambiaron la situación. De tal manera que esa práctica es acertada desde una perspectiva histórica (tema aparte fue que Guerrero hay entregado todo el poder a Iturbide, en aras de la consecución de la independencia, con las consecuencias sabidas: la entronización del criollaje en detrimento de los mestizos, otras castas e indígenas, lo que propició la instauración de un sistema político en pugna, con levantamientos, revoluciones y contrarrevoluciones, que perdura hasta nuestros días.
Vicente Guerrero, insisto en ello, no habría tenido ninguna posibilidad de sostener su movimiento y de fortalecerse de no haberse modificado la correlación de fuerzas tanto en la América colonizada como en la metrópoli y Europa.
Regreso al presente:
La agitación política legalizada –e, incluso, la ilegal-, que actúa en las zonas urbanas donde se asientan los poderes económicos, políticos, jurídicos, militares e ideológicos del Estado, se complementa en algún punto con el movimiento guerrillero. Ello no garantiza –per se- el éxito de la insurrección; pero el no hacerlo sí determina su fracaso; (por tal consideración, no se explica el desprecio observado en la sexta declaración marquiana –que no zapatista- por la movilización social encarnada en la candidatura de AMLO, y mucho menos oponerla a “La Otra Campaña”).
La guerrilla rural tiene su origen no en la injusticia, sino en la utilización de la “justicia”, en contubernio con los poderes fácticos de los caciques, para despojar a la población de los únicos medios con que cuenta para reproducir la existencia propia y de las familias: la tierra y el agua.
[NB: el cacicazgo era una institución que ya se practicaba en Mesoamérica antes de la llegada de los españoles. Quizá su paralelo en Europa fuera el señor feudal; sólo que la versión indígena tenía una connotación más de patriarca que de dueño de los destinos de sus vasallos. Los conquistadores le dieron el cariz europeo y cuando la corona tomó el control de la Colonia los cacicazgos tomaron dos vertientes: una criolla (que cuenta con la bendición de la alta jerarquía eclesiástica), que dio origen a los grandes hacendados, y otra mestiza: un híbrido entre las dos concepciones originales (bastión del bajo clero) que en un tiempo se convirtió en resistencia contra el dominio criollo (el padre de Vicente Guerrero y Juan Álvarez son ejemplos de este arquetipo). Al arribo del porfiriato, ambas se confunden y sólo difieren en niveles de poder; pero ambas se convierten –al amparo de la Ley- en explotadoras del indígena. La Revolución se encarga de derrocar a las de origen criollo; pero, irónicamente, atrae a la otra para sumarla a su sistema corporativista en el sector “campesino” a la vez que fomenta la formación de ejidos, con lo que propicia una nueva lucha de clases en el campo mexicano].
En el sureste, la dominación fue incruenta merced a la violenta Guerra de Castas, misma que, prácticamente, subsistió hasta el periodo cardenista y al salvaje sistema de explotación que se practicaba en las haciendas henequeneras del porfiriato y servía para “ablandar” las rebeliones indígenas en todo el país mediante las deportaciones regionales. En Chihuahua los raramuri huyeron a las montañas para evitar la violencia y la explotación del enemigo más cercano: el ladino. En Sonora los Yaqui fueron siempre un grupo hostil al blanco y el mestizo hasta que el obregonismo los asimiló como huestes en la Revolución. Y esa abusiva política encaminada hacia el exterminio y aplicación de las leyes que ha sido practicada en contra de las comunidades indígenas desde tiempos de la Colonia es la que motiva los movimientos guerrilleros del siglo pasado. Ejemplo de esto, aunque con distintos matices e historias, se presentan en Morelos, Guerrero y Oaxaca (curiosamente, estados donde se asentaron las posesiones otorgadas a Hernán Cortés por la Corona Española). Presente y pasado se conjugan.
Los brotes guerrilleros paradigmáticos por excelencia se dieron en las montañas de Guerrero en los años 70; no es casual que se hayan dado en sitios donde la miseria, la explotación y el despojo hacia los indígenas han permanecido constantes y sin visos de cambiar desde hace siglos.
El caso de Chiapas es particularmente especial y se complicó recientemente (poco menos de 50 años). Ciertas etnias, por diversas causas, abandonaron o fueron echados de sus tierras de origen y fueron a instalarse a las cañadas. Diversos decretos presidenciales contradictorios –uno a favor de ellos, otro a favor de los lacandones, otro que daba el status de reserva a esas tierras-, los largos periodos de espera para el otorgamiento de tierras y, finalmente, la reforma al Artículo 27, hicieron que los finqueros, ganaderos y madereros sacaran el mejor provecho y despojaran a las diversas etnias contando con la complicidad de caciques y autoridades locales y federales (¿acaso no son una y otra cosa a la vez?). Ello devino, en forma soterrada y paulatina en el alzamiento zapatista.
La guerrilla urbana, más reciente, se origina como respuesta a la cerrazón del Estado para permitir la disidencia política legal; condición que privó a todo lo ancho y largo de Latinoamérica como consecuencia de la política del “big stick” y el macartismo, ejes de la política exterior de carácter económico e ideológico en tiempos de la Guerra Fría, que creía ver por doquier la “amenaza comunista”. Y, macabra ironía, el Estado permitía la existencia de instancias que preparaban ideológicamente a sus opositores: en la UNAM (Economía, Ciencias Políticas y Filosofía y Letras) se propiciaba la enseñanza del pensamiento socialista y comunista; se permitía la libre edición y difusión de textos escritos por los grandes teóricos del marxismo. Macabra ironía, porque el partido Comunista estaba, de hecho, proscrito y la mínima disidencia era reprimida con toda la fuerza del Estado.
Macabra ironía de granjero: el Estado propiciaba –o al menos no prohibía- la culturización política de sus futuras víctimas, como si tuviera que entregar a la CIA una cuota de movimientos “subversivos” desarticulados y de enemigos del “Mundo Libre”. Macabra ironía: preparaba “cuadros” para futuras persecuciones, encarcelamientos, torturas, desaparecidos y muertos. Ante ese panorama, no quedaba más camino que la acción propagandística clandestina, participar en manifestaciones masivas bajo propia cuenta y riesgo, o la lucha armada.
Así, mientras que la guerrilla rural se dio por razones que atañen a la subsistencia misma, la urbana se alimentó a instancias de carácter ideológico. La primera por razones que tienen que ver con el ser; la segunda, con el pensar, con la conciencia. En esencia: la primera, contra la “justicia”; la segunda, contra las injusticias.
Distintas, también, desde un punto de vista étnico: la rural, con profundas raíces indígenas; la urbana llevada a cabo por los hijos del mestizaje (la clase media ilustrada y el proletariado con acceso a la educación superior).
Ya a mediados de los años 70, cuando ambos tipos de guerrilla, los movimientos sindicales independientes y los estudiantiles habían sido aplastados, el Estado se vio forzado a prevenirse contra toda una generación llena de resentimiento social haciendo ajustes en las leyes electorales que permitieron el registro, como candidato “independiente” a Valentín Campa, luchador comunista desde su juventud. Más tarde, una primera reforma política hizo posible el arribo del Partido Comunista, con registro legal, al sistema político electoral, a lo cual siguieron otros partidos y asociaciones políticas de izquierda. A eso siguió la negociación y el convencimiento de que el sectarismo y la protección de membretes partidarios hacían imposible la transformación de la izquierda en un ente capaz de enfrentar a los otros partidos (o al otro: al PRI) para obtener triunfos electorales. Así, gracias a la visión y actuación de Arnoldo Martínez Verdugo y de Heberto Castillo, la izquierda se fue fusionando. Una fractura dentro del PRI buscó aliarse a los partidos anteriores a fin de contar con un registro electoral. Nuevamente Martínez Verdugo –que no Cárdenas- tuvo la visión para hacer posible forjar lo que hoy es el PRD.
A partir de que un junior del sistema político mexicano, que se preciaba de haber sido maoísta, llegó a la Presidencia de la República como resultado del fraude electoral de 1988, una nueva cerrazón del Estado se puso de manifiesto contra el nuevo partido de izquierda: cobro vidas de muchísimos militantes y simpatizantes. Mientras, la reacción y el empresariado que vive a expensas del gobierno se fortalecían y crecían políticamente gracias a la “apertura” salinista. Discretas voces se manifestaban, oscuras, por la reelección; sugerencias no explícitas, chismorreos y rumores tales como los que hicieron posible que “el pueblo” se manifestara “libremente” por la entronización imperial de Iturbide. El asunto quedó ahí, pero no así la soberbia del inventor del esperpento nombrado “liberalismo social”.
Caro le salió. Por primera instancia, su reforma al Artículo 27 constitucional, dio la puntilla para un nuevo brote guerrillero en medio de la euforia (aciaga, por cierto) de la firma del TLC; fueron asesinados sus “delfines” políticos, los que le permitirían instaurarse como el nuevo “Jefe Máximo” (en el mejor sentido callista), con todo y sus “presidentes nopalitos”: Colosio, para sucederlo, y Ruiz Massieu para el 2000; su hermano –otro junior maoísta- fue a parar a la cárcel; y para sucederlo, en un virtual coup d’etat, su enemigo: Ernesto Zedillo, un polito también tránsfuga del marxismo.
Estos dos personajes pasarán a la Historia. Sí, el primero por meter a México, peso mosca, a competir contra pesos super completos en el ring de la globalidad. El otro, por haber hecho infinitamente millonarios a los banqueros a costa del pueblo. Ambos por empobrecer a las clases medias y pauperizar a las clases trabajadoras. El maoísta, viviendo como gran burgués; el segundo como empleado de los gringos.
Ante una reconversión del sistema político mexicano facilitada por las nuevas generaciones de tecnócratas made in BANXICO y universidades de elite –ligados, por cierto, a los grandes intereses financieros y petroleros globales- y por el arribo al poder federal del partido de la reacción por antonomasia, las guerrillas rurales cobran nueva vida para formar posiciones en una modestísima guerra de baja intensidad. Después de todo: ¿qué son 20, 50, 100 años para gente que ha sufrido la aplicación del “Estado de Derecho” desde hace 500 años? Nada.
Pero hay que repetirlo fuerte y quedo: no debe, en lo futuro, contraponerse bajo ninguna circunstancia este tipo de lucha con la otra, la que se lleva a cabo desde las condiciones impuestas desde el Estado. Me refiero a la que se está llevando a efecto en el frente popular (la llamada Convención Democrática), la que subsista del PRD, así como la de los diversos movimientos sociales y populares. Por las consecuencias funestas posibles de enfrentar (no olvidemos que al norte del Río Bravo están los EU’s) quisiera equivocarme; pero en algún momento tendrán que confluir si la cerrazón del gobierno calderonista persiste (como todo apunta) en su falta de visión de lo que significa instaurar un Estado policial y militar al servicio de los grandes capitales (incluidos los de la alta jerarquía eclesiástica) y en contra de los intereses populares y sus movilizaciones motivadas por el descontento (Oaxaca, Guerrero, Chiapas y el D. F.). Eso se nombra Fascismo. Y no es un eufemismo: recordemos que fue el sinarquismo uno de los entes que forjaron el PAN y que este partido alberga al Yunque.
Para algo debe servir el estudio de la Historia. La Colonia se montó sobre tres instancias de poder: el eclesiástico, el militar y el jurídico (eran las profesiones de españoles y los criollos). El juarismo se encargó de socavar el eclesiástico; la Revolución Mexicana (y específicamente el gobierno de Lázaro Cárdenas) se encargó de hacer lo propio con el militar (sin embargo, gracias a Fox y a Calderón, respectivamente, ambos poderes se están recomponiendo). Pero el corrupto poder judicial, que se ha encargado de inclinar la balanza de la Ley del lado del poder económico, permanece incólume. Un poder que tuvo la desfachatez de avalar un proceso electoral lleno de irregularidades, gestadas en la mismísima Presidencia de la República (en contubernio con los empresarios parásitos del Estado, el PAN y SNTE) a pesar de reconocerlas y así declararlo públicamente.
No es, pues, un galimatías llamar a Calderón y al PAN “reaccionarios”. Por mucho que presuman de ser modernos están situando a esas tres instancias de poder en el podio en el que se encontraban en un pasado tan lejano como la Colonia.
¿Modernos? Sí, modernos “cangrejos” que al igual que sus inspiradores sienten una gran fascinación por servir a los imperios de cada época (primero España, luego Francia y hoy, los EU’s); por inclinarse ante los intereses comerciales, industriales y financieros de éstos; por imitar sus banales modos de vida. Y les aceptan espejitos como pago a la entrega de oro (negro).
Modernos “cangrejos” que, al igual que sus mentores de antaño, cuentan con su corte de Lucas Alamanes que les aplauden sus errores históricos y que les canturrean que son aciertos; con su distorsionada concepción de la “paz social” impuesta a palos; con su convenenciera idea de Dios, un dios que les solapa y perdona todos sus pecados y los convierte en virtudes; con su caridad cristiana y sus patronatos para ganar indulgencias (y evadir impuestos); con su aplicación del “derecho” en contra del peladaje y a favor de la gente decente, como se denominan a sí; con toda su heredad criolla o ladina; con sus embusteras complicidades con los “moderados”; con todos sus turbios negocios; con toda su incultura; con sus ranchos ante la imposibilidad de tener haciendas; con todos sus sofismas y entelequias. Ahí están, pintados en el cuadro de la Historia de México y fotografiados en la realidad actual.
Modernos “cangrejos”, que ni siquiera alcanzan a ser conservadores: son retrógradas.
También para las posiciones que se les oponen, la Historia registra la claridad de pensamiento de la generación perteneciente al periodo de la Reforma, quienes supieron dejar los intereses sectarios a un lado –al menos mientras Juárez vivió- para vencer al enemigo. El episodio en que Comonfort (liberal “moderado”) se pasó del lado de los conservadores proporcionó la lección para entender que éstos eran los oponentes y que las diferencias entre los liberales (“puros” y “moderados”) debían dejarse de lado. Sólo así pudieron salir vencedores en la Guerra de Tres Años y con la fortaleza para derrocar al Imperio y restaurar la República.
Sirva ello de modelo en nuestros días a todas las fuerzas progresistas populares, sociales y políticas (armadas o dentro de la “legalidad”) partidarias de la revolución, entendida ésta como el derrocamiento de lo caduco: de lo que impide el desarrollo y que pretende, absurdamente, detener el devenir.
La realidad obliga a ello.
Correo: arbolperenne@yahoo.com.mx
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