Para entender el México de Hoy (Parte 13)
CONTRIBUCIÓN
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO
(Parte XIII)
Por: Gabriel Castillo-Herrera.
El Porfiriato (1877 – 1911) es, quizá, desde la perspectiva económica, el periodo que más se parece a los recientes 25 años de la historia de México. Y, más allá, en lo político, salvo porque en aquellos años la primera magistratura del país fue ejercida por una sola persona (con excepción de un breve lapso de 4 años): Porfirio Díaz.
Surgido de las masas depauperadas de la sociedad la fortuna le empuja a conocer a su coterráneo Benito Juárez y ponerse a su servicio como dirigente de grupos guerrilleros en contra de los conservadores y –luego- de los invasores franceses.
Hombre de escasa cultura y preparación contaba con el talento de las armas y estrategias guerrilleras, por lo que descolló –inclusive- frente a militares de carrera partidarios de los liberales, lo que le acarreó simpatías populares al grado de que, habiendo concluido la guerra contra la intervención francesa, en las elecciones presidenciales para 1871 no hubo triunfador por mayoría absoluta; los candidatos fueron: Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y el aludido. El asunto tuvo que definirse en el congreso, quien votó por el Benemérito.
Díaz, inconforme, se contrapuso a su mentor: se levantó en armas; pero con poca suerte, ya que sus seguidores no pudieron hacer frente a las fuerzas del gobierno. Sin embargo, fue indultado y se marchó a la vida privada al frente de un taller de carpintería.
El 18 de julio de 1872 muere Juárez en el encargo presidencial. El presidente interino, Lerdo de Tejada, continuador de la política liberal, es quien decreta el indulto que permitió al general acogerse al mismo.
Intuyendo que Lerdo intentaría reelegirse en 1876, Díaz vuelve a la insurrección; pero esta vez derroca al gobierno. Finalmente, al año siguiente logra sentarse en la silla presidencial mediante el voto e inicia una feroz purga de lerdistas (a la postre, juaristas).
El gobierno de los Estados Unidos no ve con buenos ojos la instauración de un gobierno mexicano surgido desde un golpe de Estado; sin embargo Díaz emprende a lo largo de su mandato –no sin una incruenta “limpia” de lerdistas- una serie de medidas para “pacificar” el país y una política con la que “sanea” la economía amparado en una serie de concesiones al capital extranjero –principalmente provenientes de Inglaterra y Norteamérica- con la que termina por adquirir el reconocimiento de las potencias. Va dejando atrás su imagen de hombre rústico y se disfraza de elegancia; se rodea de profesionistas egresados de las mejores escuelas de Europa, nacidos en el seno de la aristocracia a quienes se conoce como “Los Científicos”, para echar andar su proyecto modernizador.
Suena conocido. Un discurso cuyo eco rebota en las paredes del hoy, sin que uno pueda explicarse cómo es que México no termine por ponerse al día si tal era la solución planteada tanto entonces como ahora.
La propuesta consistía en forjar una nueva clase social, a manera de lo que ocurría en el mundo desarrollado, que pugnara por echar a andar la industria, el comercio, la banca, la agricultura bajo los nuevos cánones: el capitalismo. Pero como en el país no existían ni estructural ni superestructuralmente las condiciones para que ello ocurriera, la tarea se dejó en manos extranjeras. Al sector pudiente nacional se dejó –porque era el único ámbito económico que conocían desde la Colonia- el sector agropecuario; pero las relaciones de producción distaban mucho de las formas capitalistas: se desarrollaron grandes haciendas bajo un régimen de explotación de la mano de obra que en nada difería –porque, también, era lo que único que los grandes terratenientes conocían- del de las encomiendas coloniales marcadas por el vasallaje; más aún, por una esclavitud poco disimulada.
Y recordemos, como se dijo, que el 80% de la población mexicana vivía de las actividades del campo.
La situación de los trabajadores del campo difería tan sólo un poco de las de otras sectores. Los obreros textiles y mineros eran sujetos a jornadas de trabajo extenuantes y bajos salarios que recuerdan los relatos de Engels en La situación de la Clase Obrera en Inglaterra. Cualquier brote de inconformidad laboral era reprimido con las armas. Se institucionalizaron formas de represión brutales como las deportaciones; estas fueron practicadas, principalmente, contra las insurrecciones indígenas; así, a los rebeldes capturados en la zona norte del país –zonas de frío intenso- se les enviaba a servir en haciendas del sureste en donde el clima caluroso; y a la inversa, con el agravante de dispersión de las familias.
Así pues, la “paz social” del porfiriato era ficticia; fue una violencia social institucionalizada.
Las medidas económicas tendientes a la “modernización”, se decía -como hoy- aseguraban el progreso, pues eran similares a las puestas en práctica en los países desarrollados. Sí, puede ser, pero se olvida que los países desarrollados no tenían la carga de dar trabajo y de comer a millones de seres –principalmente indígenas-ancestralmente desposeídos y explotados como era el caso de México (y de todas las colonias de la América indígena donde no se exterminó a la población); un país que –como dijo Abad y Queipo- estaba marcado por la diferencia entre quienes “…todo lo tienen y los que nada tienen”.
Así, de contar con un solo ferrocarril cuyas vías férreas sumaban 460 kilómetros, el porfirismo construyó toda una red de 19,000. Se creó una infraestructura portuaria extensa. La economía creció como nunca antes; pero el reparto de la riqueza, la distribución, continuó igual; y, en términos relativos, peor; ya que en las haciendas agrícolas se instituyó un régimen –en sí un modo de producción- de sujeción de la mano de obra mediante el endeudamiento de los trabajadores, mediante las tiendas de raya, mismo que se heredaba a las generaciones posteriores.
Sin discriminar el aspecto injusto de tales medidas, es de resaltar que la inequidad en el proceso de distribución frenaba el proceso capitalista en su conjunto, pues no fue capaz de crear un mercado interno que lo favoreciera. A final de cuentas, a los señores aristócratas mexicanos dueños del dinero no les interesaba entonces –como tampoco hoy- la reproducción del capital, sino la renta. La ganancia segura, sin riesgo, que permitió al capital extranjero sacar ventaja y apoderarse de los bienes de la Nación, dejando para México –sí- crecimiento económico. Pero crecimiento es diferente de desarrollo; la plusvalía se fugaba para financiar el desarrollo de los imperios y la renta quedaba en las manos de unos cuantos conacionales que formaban una elite (cuyas ganancias –inclusive- gastaban adquiriendo bienes suntuarios en el extranjero).
Tal era la propuesta económica de la camarilla de “científicos” (que no difiere en mucho de la que hoy plantean los “tecnócratas” neoliberales en el poder) que dirigía la economía del país, la cual se sostenía política y militarmente en un régimen autoritario que no permitía sino la elección del vicepresidente.
El sistema tenía que reventar por alguna senda; y fue precisamente el sistema electoral el pivote por el que lo haría, como luego veremos. La sociedad estaba cansada de un vetusto gobernante; anhelaba una nueva perspectiva.
En 1910, Porfirio Díaz encabezó los festejos del centenario del inicio de la Independencia. Pero… ¿de qué independencia se trataba si se él se encargó de entregarla al capital allende las fronteras? (Tal como hoy sucede con el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica).
¿Cuáles eran las condiciones para un virtual advenimiento de una nueva sociedad, basada en un nuevo modo de producción? Nadie lo propuso; nadie hablaba de “burguesía” y “proletariado” (acaso sólo los anarquistas autóctonos, más como imitación extralógica y fuera de contexto que como circunstancia real). La necesidad se manifestaba de otras formas, aún desligadas entre sí. Las condiciones para la llegada del capitalismo eran:
1.- Un Estado nacional, el cual ya se había dibujado durante el juarismo con la República Restaurada.
2.- Desarrollo de fuerzas productivas, pues las existentes ya no “cabían” en la organización económica de la sociedad.
3.- Un gobierno “democrático”, elegible y renovable; lo cual sería la siguiente tarea. Esta necesidad se planteaba, fuera de su contexto económico, como una fórmula que se practicaba en los países desarrollados y dado que Díaz llevaba más de 30 años en el poder.
4.- Medios de producción en propiedad privada, no en usufructo, y leyes que la protejan; para concretarse debían complementarse con el siguiente punto.
5.- Mano de obra libre y despojada de toda propiedad, y leyes laborales que la protejan contra el abuso. Esta necesidad se planteaba, también, aparte de su contexto económico, como un acto de justicia para con los millones de seres que vivían en condiciones infrahumanas y de sobreexplotación en las haciendas.
6.- Un solo órgano que detentara la fuerza institucionalizada (un ejército único) que asegurara el orden para que el nuevo sistema pudiera desarrollarse. Esta necesidad se manifestó hasta cuando el nuevo sistema tomó visos de predominancia para que no hubiera grupos armados bajo las órdenes de caciques y jefes militares que pusieran en riesgo la estabilidad del Estado y para proteger la propiedad privada y no los intereses de los poderes informales, como había ocurrido a lo largo de la historia, desde tiempos inmediatos a la consumación de la Independencia.
7.- La creación de un mercado interno amplio.
Hay historiadores que sitúan la génesis de la nueva sociedad en México en el porfiriato porque existía una incipiente industria y se construyeron líneas ferroviarias (un indicador claro, al juicio de quienes asumen esa teoría); otros, inclusive, hacen notar que en la Colonia ya existía una producción agrícola y minera destinada al mercado. No comparto esos criterios, ya que las formas capitalistas que pudieron existir eran producto del desarrollo, en ese sentido, de las economías más allá de nuestras fronteras: primero la colonial precapitalista (sostenida, curiosamente, por la potencia europea que más tardó en situarse dentro del capitalismo: España, que al momento de la Conquista no había alcanzado, plenamente, su condición de nación); luego la francesa; y, posteriormente, la imperial inglesa, la alemana, la holandesa y la norteamericana. No era capitalismo propio ni sistema económico dominante, sino producto del expansionismo económico, político y militar de las grandes potencias.
Era obligado cumplimentar, dentro del marco de la nación, los procesos arriba enumerados (algunos de los cuales se llevaron a efecto ya bien entrado el Siglo XX) para que el capitalismo se afincara con carácter de modo productivo dominante. Tan sólo la acumulación originaria del capital se produce durante los primeros años de la Revolución como resultado de la liberación de la mano de obra que se encontraba cautiva en las haciendas bajo el sistema de peonaje, el cual mostraba –como ya dijimos- similitudes con formas precapitalistas como son el feudalismo -e, incluso, la esclavitud- aunque con particularidades condicionadas por tiempo y espacio.
En la próxima entrega iniciaremos con el comentario de la Revolución Mexicana de 1910.
AL ESTUDIO DEL HOY EN
LA HISTORIA DE MÉXICO
(Parte XIII)
Por: Gabriel Castillo-Herrera.
El Porfiriato (1877 – 1911) es, quizá, desde la perspectiva económica, el periodo que más se parece a los recientes 25 años de la historia de México. Y, más allá, en lo político, salvo porque en aquellos años la primera magistratura del país fue ejercida por una sola persona (con excepción de un breve lapso de 4 años): Porfirio Díaz.
Surgido de las masas depauperadas de la sociedad la fortuna le empuja a conocer a su coterráneo Benito Juárez y ponerse a su servicio como dirigente de grupos guerrilleros en contra de los conservadores y –luego- de los invasores franceses.
Hombre de escasa cultura y preparación contaba con el talento de las armas y estrategias guerrilleras, por lo que descolló –inclusive- frente a militares de carrera partidarios de los liberales, lo que le acarreó simpatías populares al grado de que, habiendo concluido la guerra contra la intervención francesa, en las elecciones presidenciales para 1871 no hubo triunfador por mayoría absoluta; los candidatos fueron: Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y el aludido. El asunto tuvo que definirse en el congreso, quien votó por el Benemérito.
Díaz, inconforme, se contrapuso a su mentor: se levantó en armas; pero con poca suerte, ya que sus seguidores no pudieron hacer frente a las fuerzas del gobierno. Sin embargo, fue indultado y se marchó a la vida privada al frente de un taller de carpintería.
El 18 de julio de 1872 muere Juárez en el encargo presidencial. El presidente interino, Lerdo de Tejada, continuador de la política liberal, es quien decreta el indulto que permitió al general acogerse al mismo.
Intuyendo que Lerdo intentaría reelegirse en 1876, Díaz vuelve a la insurrección; pero esta vez derroca al gobierno. Finalmente, al año siguiente logra sentarse en la silla presidencial mediante el voto e inicia una feroz purga de lerdistas (a la postre, juaristas).
El gobierno de los Estados Unidos no ve con buenos ojos la instauración de un gobierno mexicano surgido desde un golpe de Estado; sin embargo Díaz emprende a lo largo de su mandato –no sin una incruenta “limpia” de lerdistas- una serie de medidas para “pacificar” el país y una política con la que “sanea” la economía amparado en una serie de concesiones al capital extranjero –principalmente provenientes de Inglaterra y Norteamérica- con la que termina por adquirir el reconocimiento de las potencias. Va dejando atrás su imagen de hombre rústico y se disfraza de elegancia; se rodea de profesionistas egresados de las mejores escuelas de Europa, nacidos en el seno de la aristocracia a quienes se conoce como “Los Científicos”, para echar andar su proyecto modernizador.
Suena conocido. Un discurso cuyo eco rebota en las paredes del hoy, sin que uno pueda explicarse cómo es que México no termine por ponerse al día si tal era la solución planteada tanto entonces como ahora.
La propuesta consistía en forjar una nueva clase social, a manera de lo que ocurría en el mundo desarrollado, que pugnara por echar a andar la industria, el comercio, la banca, la agricultura bajo los nuevos cánones: el capitalismo. Pero como en el país no existían ni estructural ni superestructuralmente las condiciones para que ello ocurriera, la tarea se dejó en manos extranjeras. Al sector pudiente nacional se dejó –porque era el único ámbito económico que conocían desde la Colonia- el sector agropecuario; pero las relaciones de producción distaban mucho de las formas capitalistas: se desarrollaron grandes haciendas bajo un régimen de explotación de la mano de obra que en nada difería –porque, también, era lo que único que los grandes terratenientes conocían- del de las encomiendas coloniales marcadas por el vasallaje; más aún, por una esclavitud poco disimulada.
Y recordemos, como se dijo, que el 80% de la población mexicana vivía de las actividades del campo.
La situación de los trabajadores del campo difería tan sólo un poco de las de otras sectores. Los obreros textiles y mineros eran sujetos a jornadas de trabajo extenuantes y bajos salarios que recuerdan los relatos de Engels en La situación de la Clase Obrera en Inglaterra. Cualquier brote de inconformidad laboral era reprimido con las armas. Se institucionalizaron formas de represión brutales como las deportaciones; estas fueron practicadas, principalmente, contra las insurrecciones indígenas; así, a los rebeldes capturados en la zona norte del país –zonas de frío intenso- se les enviaba a servir en haciendas del sureste en donde el clima caluroso; y a la inversa, con el agravante de dispersión de las familias.
Así pues, la “paz social” del porfiriato era ficticia; fue una violencia social institucionalizada.
Las medidas económicas tendientes a la “modernización”, se decía -como hoy- aseguraban el progreso, pues eran similares a las puestas en práctica en los países desarrollados. Sí, puede ser, pero se olvida que los países desarrollados no tenían la carga de dar trabajo y de comer a millones de seres –principalmente indígenas-ancestralmente desposeídos y explotados como era el caso de México (y de todas las colonias de la América indígena donde no se exterminó a la población); un país que –como dijo Abad y Queipo- estaba marcado por la diferencia entre quienes “…todo lo tienen y los que nada tienen”.
Así, de contar con un solo ferrocarril cuyas vías férreas sumaban 460 kilómetros, el porfirismo construyó toda una red de 19,000. Se creó una infraestructura portuaria extensa. La economía creció como nunca antes; pero el reparto de la riqueza, la distribución, continuó igual; y, en términos relativos, peor; ya que en las haciendas agrícolas se instituyó un régimen –en sí un modo de producción- de sujeción de la mano de obra mediante el endeudamiento de los trabajadores, mediante las tiendas de raya, mismo que se heredaba a las generaciones posteriores.
Sin discriminar el aspecto injusto de tales medidas, es de resaltar que la inequidad en el proceso de distribución frenaba el proceso capitalista en su conjunto, pues no fue capaz de crear un mercado interno que lo favoreciera. A final de cuentas, a los señores aristócratas mexicanos dueños del dinero no les interesaba entonces –como tampoco hoy- la reproducción del capital, sino la renta. La ganancia segura, sin riesgo, que permitió al capital extranjero sacar ventaja y apoderarse de los bienes de la Nación, dejando para México –sí- crecimiento económico. Pero crecimiento es diferente de desarrollo; la plusvalía se fugaba para financiar el desarrollo de los imperios y la renta quedaba en las manos de unos cuantos conacionales que formaban una elite (cuyas ganancias –inclusive- gastaban adquiriendo bienes suntuarios en el extranjero).
Tal era la propuesta económica de la camarilla de “científicos” (que no difiere en mucho de la que hoy plantean los “tecnócratas” neoliberales en el poder) que dirigía la economía del país, la cual se sostenía política y militarmente en un régimen autoritario que no permitía sino la elección del vicepresidente.
El sistema tenía que reventar por alguna senda; y fue precisamente el sistema electoral el pivote por el que lo haría, como luego veremos. La sociedad estaba cansada de un vetusto gobernante; anhelaba una nueva perspectiva.
En 1910, Porfirio Díaz encabezó los festejos del centenario del inicio de la Independencia. Pero… ¿de qué independencia se trataba si se él se encargó de entregarla al capital allende las fronteras? (Tal como hoy sucede con el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica).
¿Cuáles eran las condiciones para un virtual advenimiento de una nueva sociedad, basada en un nuevo modo de producción? Nadie lo propuso; nadie hablaba de “burguesía” y “proletariado” (acaso sólo los anarquistas autóctonos, más como imitación extralógica y fuera de contexto que como circunstancia real). La necesidad se manifestaba de otras formas, aún desligadas entre sí. Las condiciones para la llegada del capitalismo eran:
1.- Un Estado nacional, el cual ya se había dibujado durante el juarismo con la República Restaurada.
2.- Desarrollo de fuerzas productivas, pues las existentes ya no “cabían” en la organización económica de la sociedad.
3.- Un gobierno “democrático”, elegible y renovable; lo cual sería la siguiente tarea. Esta necesidad se planteaba, fuera de su contexto económico, como una fórmula que se practicaba en los países desarrollados y dado que Díaz llevaba más de 30 años en el poder.
4.- Medios de producción en propiedad privada, no en usufructo, y leyes que la protejan; para concretarse debían complementarse con el siguiente punto.
5.- Mano de obra libre y despojada de toda propiedad, y leyes laborales que la protejan contra el abuso. Esta necesidad se planteaba, también, aparte de su contexto económico, como un acto de justicia para con los millones de seres que vivían en condiciones infrahumanas y de sobreexplotación en las haciendas.
6.- Un solo órgano que detentara la fuerza institucionalizada (un ejército único) que asegurara el orden para que el nuevo sistema pudiera desarrollarse. Esta necesidad se manifestó hasta cuando el nuevo sistema tomó visos de predominancia para que no hubiera grupos armados bajo las órdenes de caciques y jefes militares que pusieran en riesgo la estabilidad del Estado y para proteger la propiedad privada y no los intereses de los poderes informales, como había ocurrido a lo largo de la historia, desde tiempos inmediatos a la consumación de la Independencia.
7.- La creación de un mercado interno amplio.
Hay historiadores que sitúan la génesis de la nueva sociedad en México en el porfiriato porque existía una incipiente industria y se construyeron líneas ferroviarias (un indicador claro, al juicio de quienes asumen esa teoría); otros, inclusive, hacen notar que en la Colonia ya existía una producción agrícola y minera destinada al mercado. No comparto esos criterios, ya que las formas capitalistas que pudieron existir eran producto del desarrollo, en ese sentido, de las economías más allá de nuestras fronteras: primero la colonial precapitalista (sostenida, curiosamente, por la potencia europea que más tardó en situarse dentro del capitalismo: España, que al momento de la Conquista no había alcanzado, plenamente, su condición de nación); luego la francesa; y, posteriormente, la imperial inglesa, la alemana, la holandesa y la norteamericana. No era capitalismo propio ni sistema económico dominante, sino producto del expansionismo económico, político y militar de las grandes potencias.
Era obligado cumplimentar, dentro del marco de la nación, los procesos arriba enumerados (algunos de los cuales se llevaron a efecto ya bien entrado el Siglo XX) para que el capitalismo se afincara con carácter de modo productivo dominante. Tan sólo la acumulación originaria del capital se produce durante los primeros años de la Revolución como resultado de la liberación de la mano de obra que se encontraba cautiva en las haciendas bajo el sistema de peonaje, el cual mostraba –como ya dijimos- similitudes con formas precapitalistas como son el feudalismo -e, incluso, la esclavitud- aunque con particularidades condicionadas por tiempo y espacio.
En la próxima entrega iniciaremos con el comentario de la Revolución Mexicana de 1910.
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